Acoplado a la 'siderurgia' china, pasó la primera semana y ahora sentado en el otro extremo de
la ciudad, en el escritorio desde el que sigo viendo la misma "aurora de rosáceos
dedos -como describía Homero en La odisea-" cada mañana, se fragua la vida en los hornos del tiempo, que descubren
una memoria que ha forjado un legado vivo en China.
Hace ya cuatro
años y medio que escribía los relatos de mi primera semana en Guangzhou y durante
el camino se ha ido cosiendo como retales de vida, una historia que mantiene su
curso hacia el futuro como el río que ensancha y cuyos sedimentos se acumulan
en recuerdos; unos quedan encallados en la margen y otros continúan hacia la
desembocadura.
Son los hilos de
la amistad, el amor; los hilos de las personas con las que trabajé, las que se
fueron, las que volví a visitar y aquellos que como las aves van y vienen con
las estaciones.
Del olfato me
quedan las comidas, la basura amontonada en la mañana; el hedor de los ríos en
donde la gente humilde se baña para sortear el calor. Me llevo el recuerdo de
los metros saturados, en las ropas y las pieles; los subterráneos por donde
circula la sangre de esta ciudad que esquiva el verano; el olor putrefacto de
las clínicas públicas, de las casapuertas envejecidas prematuramente y el olor
de los pasillos y de las moqueta de hoteles mediocres.
Del tacto me
llevo el tórrido calor, el terciopelo, los cabellos tibios, las manos de seda y
el amor.
Del oído, la
queja eterna del extranjero, los cláxones, el carraspeo de gargantas
casposas, el ácido idioma cantones, el esponjoso mandarín; la melosa treta;
los truenos del cielo; los mercados y el arrítmico ruido. Y los barcos de carga
caminando los anchos y enfangados ríos de las ciudades.
De la vista me
quedo con la pobreza, los monzones, las despedidas, las nuevas caras y las ausentes;
la muchedumbre, el gigantismo de los edificios, la pequeñez del pueblo
enfrentado a la riqueza emergente; las llanuras de cemento entreverada de
árboles tropicales de un tronco alimentado por las lluvias. Me llevo la belleza
femenina de sus mujeres, su pudor y las leyes de la cultura, otrora arraigada y
hoy trémula que persigue reencontrarse.
Y recuerdo
sonrisas de dichosas conversaciones fútiles en las que como refugiados de
nuestra España encontramos nuestros confesores; los que dejaron
su hueco cicatrizado sustituido por otros nuevos peregrinos que ansiaban encontrar en este país un tesoro pregonado, a la postre inexistente. Aquellos que vinieron
engañados y que finalmente encontraron acomodo en la rutina de siempre construida
en un entorno apabullante.
De estas semanas,
meses, años y días me llevo los países conquistados; las aguas bañadas; las
arenas pisadas; las frutas comidas; los vientos soplados, los idiomas oídos y
los paisajes vistos en horas de tregua sentado en autobuses con asientos, unas veces de
cuero y otras de telas desvencijadas con ventanillas sin ventanas.
Los paseos de fin
de semana por el Río de la Perla, en los que la sonrisa y la reflexión daban
respuesta a la incertidumbre.
Y cada día me
pregunto si estas gentes de ojos extraños jamás tendrán la oportunidad de ser
engullidos sobre un paseo marítimo por el mar eterno del Atlántico; de ver las
puestas de sol abigarradas de los cielos abiertos de España, los barcos
perdidos en los horizontes; las catedrales y su huella fosilizada en pórticos y
retablos de una historia atribulada. Me pregunto qué sentirían ante el silencio
de un prado, ante el olor del césped mojado de la primavera, la brisa fresca, el
eterno sol del verano, los cafés de mediodía y el aceite de oliva sobre el pan
crujiente. Me pregunto si disfrutarían de nuestra lengua y sus refranes; de nuestros
peces salados, nuestros acantilados desnudos y de los amaneceres desde un
mirador.
Y como el ave
migratoria que vuela sin patria, así me siento, nutriéndome de las raíces donde
nací y a la vez arraigando en otros nuevas territorios.
De la primera
semana vivida en Guangzhou me queda la nostalgia de aquella virginidad de los
sentidos. Y tras casi cinco años, miro hacia atrás y veo el transcurso de un
río caudaloso que transporta sedimentos, algunos de los cuales me acompañan y
otros, varados en algún recodo, para siempre, en el sendero de una memoria, la
mía.