He
corrido el riesgo de que el exceso de trabajo cercenara los poros de la
sensibilidad que me permiten dibujar con palabras el cuadro de una vida que me
dio la mía. Hoy homenajean y rinden tributo a mi madre.
Como
dicen los anglófonos, serán 37 años de profesión resumidos “in a nutshell” (en
una cáscara de nuez): 15 minutos de discurso y una cena sazonada de anécdotas.
Los recuerdos mutilados por la erosión del tiempo de casi cuatro décadas serán
las velas que alumbren a borbotones su consciencia: de institutos en Medina,
Jerez y Cádiz; de los sacrificios por llevar a los niños de su casa, su casa y
los alumnos de su centro hacia un futuro en el que batirse con la libertad de
las ideas, las armas de la cultura y las ropas de la educación; llevarlos en
lanzadera hacia un espacio difuso, el de la edad adulta, con instrumentos para
optar al éxito.
Los
comensales serán los camaradas que verán en ella un futuro al que merece la
pena llegar a lomos de la tan desvanecida dignidad que con su traje de luto se
pierde por el camino hasta el olvido; y otras virtudes como la destreza de la
profesionalidad, y el equilibrio de mantenerse en la cuerda de la pasión, de
desarrollar día a día el trabajo como si fuera la primera y la última vez.
Mi
madre es un producto alemán, de garantía de por vida, forjado en las fábricas
de artesanía del pasado en el que destacan la humildad, el amor propio y el
ajeno. Un motor incansable, un corazón de sangre tierna atravesado por los
alfileres de la vida, pero irreductible e irrigador.
Apenas
en edad primaria, me fascinaba imaginarme a mi madre enseñando, me preguntaba
cómo sería una hora encerrado con ella en el aula, escuchándola, si le
cambiaría la voz, si vería en ella una parte de madre que la profesora no
compartía, si gritaría, si reprendería, si se haría respetar, si se parecería a
alguno de mis profesores. Recuerdo haberme puesto de puntillas para espiarla
por el cristal en un aula de Cortadura, pero por un defecto de altura y un
exceso de vergüenza de ser pillado fallé en el intento. Por entonces no habría
ni siquiera llegado al ecuador de su carrera profesional. Más tarde, en
Columela, coincidí con ella un curso en el que yo, como alumno, me preparaba
varias asignaturas de Comercio Internacional hace cinco años. Recuerdo que un día
cualquiera, llegando al edificio, todavía en la calle, la escuché a través de
las ventanas abiertas de la caliente primavera y fue la primera vez que oí su
voz de aula. Sonaba distinta. Fue una conquista a destiempo, una conquista
que se me escabulló, porque me recordó que los años habían pasado y que el
tiempo es inamovible.
Sin
embargo, en mi casa hemos sido siempre testigos directo del trabajo de una
profesora en los camerinos, preparando los atrezos, los guiones, corrigiendo a
sus actores. He visto a mi madre inundada de libros en el salón de casa,
extinguiendo bombillas de flexo tras bombilla. La he visto subrayar, bucear en
libros empolvados de letra minúscula. Ha sido una adalid del esfuerzo, una
puntillista de la excelencia e inconscientemente nos ha inculcado la abnegación,
no renunciar ante la lascivia de la pereza y dar siempre una puntada más hasta
rematar el trabajo.
He
disfrutado de las llamadas de teléfono inagotables de sus compañeros, las carcajadas de las
conversaciones fútiles, analgésicos de la exigencia, y la he disfrutado
disfrutando de sus amigos. De la época de Cortadura hay algunos muy importantes
que se marcharon dejando una estela de momentos que siguen vibrando en las
esquinas de Cádiz, en las copas de vino de los bares y en los susurros de la
soledad, en los momentos evaporados. Otros, continúan, cumpliendo años y
acumulando trayectoria en la mochila. Recuerdo los distintos coches que ha
conducido hasta Jerez, hasta Cortadura y que fueron testigos de toda esta
época. Ya en Columela, cumplía mi madre su última etapa y, por la alegría con
que la veo cada vez que llego a Cádiz, diría que ha colmado su trayectoria. Ya,
sin la presión de tener que demostrarle nada a nadie salvo a ella misma, se ha
dedicado a disfrutar a pierna suelta de sus últimos compañeros, a compartir esos
momentos de café de recreos, las guardias y, sobre todo, el afecto perturbador
de esos niños del Columela con la deuda de cariño que emana de la pobreza y que
le han agradecido, no la calidad de la enseñanza, sino el interés mostrado por
enseñarles, el tiempo dedicado.
Esta noche, delante del espejo, se tomará su tiempo para
ponerse guapa, disfrutar de su vestido y nerviosa hasta las cejas porque fue
humilde hasta para ser anfitriona. Se vestirá coqueta, se recordará peinándose y
maquillándose el primer día de instituto y verá toda su trayectoria en un segundo. Mientras, repasará atribulada el discurso que tan ricamente ha
preparado estos días quitando y poniendo, como cada clase que ha cocinado. Y,
ya en la cena, la imagino recitando las poesías que contiene su discurso con la
misma pasión con la que traspasaba los corazones de esos niños perdidos en las
tinieblas de la infancia y la adolescencia que por momentos experimentaban en
los labios de los versos el alimento para seguir viviendo.
Esa
mujer que admiro, esta noche, sentada a la mesa, no dejará de mirar a derecha e
izquierda con los ojos pizpiretos de quien empieza a apasionarse de cero, buscando
la complicidad de sus compañeros y llevándose para sí las últimas fotos de su
carrera. Aunque ella no quiera afrontarlo, hoy se brinda por la cáscara de nuez
que encierra el aroma de toda su vida de profesora.
*Gracias
a todos sus compañeros de antemano por la cálida despedida y por el cariño que
han dado a mi madre todos estos años, tanto los que se sientan con ella como
los que por cuestiones de espacio, tiempo y materia no pueden hacerlo. Y mi más
sincero abrazo a Paco, con quien mi madre tiene la suerte de compartir este
homenaje, un profesional de quien he aprendido mucho en poco tiempo.
“Su cuerpo dejará, no
su cuidado; serán ceniza, más tendrán sentido; polvo serán, más polvo
enamorado”.