sábado, 29 de noviembre de 2014

La guitarra española

El viernes pasado mantuve con mi tía abuela gallega de 94 años una conversación por Skype de media hora. La primera de su vida. Ella es fiel seguidora de mi blog, aunque yo no lo sea de actualizarlo. Su logro radica en la destreza para haber llegado hasta él y ser capaz de abrir todas esas ventanas de contenido.

Cumplir años abre el apetito de la curiosidad una vez superado el acertijo de la adolescencia. Y a mí, los mayores me parecen gente interesante, con un gran déficit de amor y un superávit de vivencias. Por ello, ya con un poco más de memoria, en los últimos años de la vida de mi abuela, me gustaba sentarme a su lado en su sofá y escuchar sus narraciones de la posguerra, las historias desvencijadas de sus hermanos, tíos y padres y esos profundos sentimientos que quedaron enterrados en España con la encomienda de lograr de esta tierra un campo más fértil y, que, sin embargo, no termina de germinar. Era una época en la que se comían las patas de pollo que ahora se exportan a China, en la que la esperanza de vida todavía circulaba por los 35 o 40 años en España y una época a la que los mayores acuden con guijarros de melancolía.

Y mi tía abuela apareció en Skype ayudada (solo tecnológicamente) por su mejor confidente en esta etapa de su vida, Laura, contradictoriamente una joven, de marcado acento gallego, llena de felicidad y su principal aliada en la residencia de mayores. Y, sin recordarla del todo como una persona demasiado entretenida con la coquetería, mi tía abuela se presentó bien peinada, con un collar de perlas, pendientes y una discreta chaqueta de un verde apagado sobre una blusa blanca y lisa. Yo, sin embargo, llegaba de un cansado viaje de vuelta de Hong Kong, con la maleta recién deshecha y con los minutos contados para irme a una cena de despedida de un español. No le había prestado demasiada atención a una cuestión que a ella le había llevado parte de la mañana. Arreglarse y ponerse guapa para su sobrino. Y me dio una enorme alegría ver cómo sigue sabiendo reír, contarle mis historias como se le cuentan a una amiga, explicarle por qué vivo en China, enseñarle mi pequeña joya, mi casa, confirmar que sigue lozana de mente y pizpireta. En mi dormitorio de Cádiz cuelgan un par de cuadros suyos, reliquias de acuarela de paisajes humildes, de prados con amapolas y casas de blancos calados en las que viven los aldeanos gallegos. Y famosos son en casa de mi tía Tere sus bodegones que llenaron los cuartos de flores cuando no hace mucho pasó una etapa de más de medio año en Cádiz. 

Y me hizo pensar en la belleza de lo simple, en un tiempo que anda y no corre. Estos días vengo preguntándome por el coste de oportunidad de lo perdido y lo ganado de vivir lejos de los orígenes. Y sin llegar a ninguna conclusión científica, he descubierto que para algo tan capital como el amor, no hay sustitutivo posible para la mujer española, y más aún, la que viene del sur; por el idioma, que da palabras a cosas que fuera de España no existen, por las costumbres, las sonrisas ante bromas encajadas, la manera de compartir la noche, de presumir con su pelo, de elegir la ropa, su habla, su jerga, su flirteo astuto pero cauto, su sentido del humor agudo, su cuerpo de guitarra. La mujer española corajuda debe ser lo que más añoro de todas esas rutinas de España. Y sigo: su carácter, su pelo ondulado, su personalidad, su femenina corpulencia al andar, sus manos vitales y los preámbulos de conquista. Después de casi tres años entre asiáticas, la española se ha convertido en un elemento tan escaso como exótico. Cruzarse con una española de raza en China es como ver de lejos a un oso en el monte Cebreiro. 

Pero incluso los españoles que vivimos en China, entre nosotros, vamos convirtiéndonos en una raza mutada. Dejamos de saber de qué se habla en España, llegamos tarde a las modas o nos quedamos en el pasado. Incluso diría que perdemos parte del léxico cambiante del idioma al no mantener contacto con las nuevas corrientes: los chistes de la calle, los dejes de cada ciudad, los comportamientos de la gente en un bar, los nuevos piropos. 

A mi tía abuela Mercedes le dedico este último artículo de 2014, ya que ella nos ha regalado pinturas, canciones, cuadros y muchos años compartidos con tíos, abuelo y, sobre todo, madre. Mi tía Mercedes encierra cajones de memoria, de historias personales, de secretos que ojalá se quedaran, por ser ya reliquia, fosilizados. Pero es de temer que algún día se los lleve con ella para siempre y nos perdamos esa gran película sin editar.