El viernes pasado mantuve con mi
tía abuela gallega de 94 años una conversación por Skype de media hora. La
primera de su vida. Ella es fiel seguidora de mi blog, aunque yo no lo sea de
actualizarlo. Su logro radica en la destreza para haber llegado hasta él y ser
capaz de abrir todas esas ventanas de contenido.
Cumplir años abre el apetito de
la curiosidad una vez superado el acertijo de la adolescencia. Y a mí, los
mayores me parecen gente interesante, con un gran déficit de amor y un
superávit de vivencias. Por ello, ya con un poco más de memoria, en los últimos
años de la vida de mi abuela, me gustaba sentarme a su lado en su sofá y
escuchar sus narraciones de la posguerra, las historias desvencijadas de sus
hermanos, tíos y padres y esos profundos sentimientos que quedaron enterrados
en España con la encomienda de lograr de esta tierra un campo más fértil y,
que, sin embargo, no termina de germinar. Era una época en la que se comían las
patas de pollo que ahora se exportan a China, en la que la esperanza de vida
todavía circulaba por los 35 o 40 años en España y una época a la que los
mayores acuden con guijarros de melancolía.
Y mi tía abuela apareció en Skype
ayudada (solo tecnológicamente) por su mejor confidente en esta etapa de su vida, Laura, contradictoriamente
una joven, de marcado acento gallego, llena de felicidad y su principal aliada en la residencia de mayores. Y, sin
recordarla del todo como una persona demasiado entretenida con la coquetería,
mi tía abuela se presentó bien peinada, con un collar de perlas, pendientes y una
discreta chaqueta de un verde apagado sobre una blusa blanca y lisa. Yo, sin
embargo, llegaba de un cansado viaje de vuelta de Hong Kong, con la maleta
recién deshecha y con los minutos contados para irme a una cena de despedida de
un español. No le había prestado demasiada atención a una cuestión que a ella
le había llevado parte de la mañana. Arreglarse y ponerse guapa para su
sobrino. Y me dio una enorme alegría ver cómo sigue sabiendo reír, contarle mis
historias como se le cuentan a una amiga, explicarle por qué vivo en China, enseñarle
mi pequeña joya, mi casa, confirmar que sigue lozana de mente y pizpireta. En
mi dormitorio de Cádiz cuelgan un par de cuadros suyos, reliquias de acuarela
de paisajes humildes, de prados con amapolas y casas de blancos calados en las
que viven los aldeanos gallegos. Y famosos son en casa de mi tía Tere sus
bodegones que llenaron los cuartos de flores cuando no hace mucho pasó una
etapa de más de medio año en Cádiz.
Y me hizo pensar en la belleza de
lo simple, en un tiempo que anda y no corre. Estos días vengo preguntándome por
el coste de oportunidad de lo perdido y lo ganado de vivir lejos de los
orígenes. Y sin llegar a ninguna conclusión científica, he descubierto que para
algo tan capital como el amor, no hay sustitutivo posible para la mujer
española, y más aún, la que viene del sur; por el idioma, que da palabras a
cosas que fuera de España no existen, por las costumbres, las sonrisas ante bromas encajadas, la manera de compartir la noche, de presumir con su pelo, de elegir la
ropa, su habla, su jerga, su flirteo astuto pero cauto, su sentido del humor
agudo, su cuerpo de guitarra. La mujer española corajuda debe ser lo que más
añoro de todas esas rutinas de España. Y sigo: su carácter, su pelo ondulado,
su personalidad, su femenina corpulencia al andar, sus manos vitales y los
preámbulos de conquista. Después de casi tres años entre asiáticas, la española
se ha convertido en un elemento tan escaso como exótico. Cruzarse con una
española de raza en China es como ver de lejos a un oso en el monte Cebreiro.
Pero incluso los españoles que
vivimos en China, entre nosotros, vamos convirtiéndonos en una raza mutada.
Dejamos de saber de qué se habla en España, llegamos tarde a las modas o nos
quedamos en el pasado. Incluso diría que perdemos parte del léxico cambiante
del idioma al no mantener contacto con las nuevas corrientes: los chistes de la
calle, los dejes de cada ciudad, los comportamientos de la gente en un bar, los
nuevos piropos.
A mi tía abuela Mercedes le dedico este último artículo de 2014, ya que ella nos ha regalado pinturas, canciones, cuadros y muchos años compartidos con tíos, abuelo y, sobre todo, madre. Mi tía Mercedes encierra cajones de memoria, de historias personales, de secretos que ojalá se quedaran, por ser ya reliquia, fosilizados. Pero es de temer que algún día se los lleve con ella para siempre y nos perdamos esa gran película sin editar.
A mi tía abuela Mercedes le dedico este último artículo de 2014, ya que ella nos ha regalado pinturas, canciones, cuadros y muchos años compartidos con tíos, abuelo y, sobre todo, madre. Mi tía Mercedes encierra cajones de memoria, de historias personales, de secretos que ojalá se quedaran, por ser ya reliquia, fosilizados. Pero es de temer que algún día se los lleve con ella para siempre y nos perdamos esa gran película sin editar.