sábado, 19 de julio de 2014

De cervezas en mi terraza

Muchas noches termino el día tomando una cerveza fresca en una copa de vino sentado en la terraza de casa. Sin música. Escucho en la oscuridad remota de las calles anejas los sonidos de las soldaduras, las vigas de hierro chocando entre sí, los silbatos de los encargados de obra y el motor de los camiones que en tres turnos de ocho horas trabajan en el anonimato, escalando día a día la envergadura de esta ciudad.

Son momentos de recapitulación, sin más compañía que la propia y la satisfacción del trabajo cumplido, para el que faltan horas a menudo. Hoy, sin embargo, esa recapitulación me trae de refilón las esquinas del centro de Cádiz, el cielo azul desnudo, el silencio de mi ciudad en comparación con el ajetreo de la China, y el aeropuerto de Barcelona que siempre me recibe. De refilón ya saboreo los abrazos de una madre, las sonrisas de un padre y los secretos de un hermano. Veo a mis tíos que son los abuelos que uno apenas pudo disfrutar y a mis primos, con quienes comparto íntegramente la fotografía de la vida desde los comienzos.

Ya camino por las calles de mi ciudad, me acomodo temprano sobre la arena de la playa junto a un libro que no sé si leeré por contemplar inmensos regalos que saben a naturaleza: el horizonte del Océano, la Catedral al fondo de Santa María y las conversaciones de mis paisanos, a quienes solo oigo en los ecos de la memoria el resto del año.

Me reencuentro con señoras en bañador con cabellos entreverados por rulos de mercerías de barrio; pandillas de adolescentes jugando al fútbol en la arena mojada; jubilados morenos de fidelidad al sol con cadenas de oro que caminan por la orilla engullendo los cotilleos de los mentideros. Me adentro en mi Plaza de Abastos, admiro el sosiego de la gente hundiendo su churro en el chocolate caliente, el puesto de los chicharrones o Matías repartiendo pasquines de sonrisas mientras vende sus aceitunas a una cola de gente que paga por los pasquines más que por las aceitunas. Veo a los turistas en la azotea de la Torre Tavira, junto a la Cámara Oscura. Me reencuentro con mis amigos de la infancia, me cruzo con profesores que ya no me reconocen o con nuevos comercios que refrescan las tendencias. Y poco a poco, cada vez que me toca volver a España, me siento más nervioso, menos seguro de encajar allí entre los míos, pero invadido de alborozo por todos esos minutos que me aguardan en mi exótica tierra.

Pero cada día mi rutina se agranda más en Guangzhou. Mis amigos han vuelto a cambiar como las hojas del otoño y son otros los que comparten el mismo espacio vital, inquietudes laborales, gente en común y mismo bar en el que tomar una cerveza entre corrientes conversaciones. Las personas se despiden, pero siempre alguien nuevo rellena la copa vacía y la bebe contigo. Mi barrio es Liede, mi metro es la línea roja y mis vistas, un parque sumergido en la neblina sempiterna que se avista entre bloques histriónicos, de ascensores enormes que suben 48 plantas en 48 segundos. Las lluvias vienen en verano y los periodos de estío, en invierno. Amanezco siete o seis horas antes que España, dependiendo de la estación del año, y empiezo a mezclar tres idiomas en la cabeza que muchas veces rebotan entre ellos por voluntad ajena. Me encanta planear escapadas por países de Asia, perderme en el entramado vital de los subterráneos de mi ciudad, observar los modales de su gente, la manera en que agarran los palillos con una técnica deformada tan heterodoxa y bella como la letra torcida de un médico en occidente. En las calles sobresalen hordas de jóvenes que sueñan con objetivos tan humildes como encontrar a la pareja perfecta y que componen el mosaico de una sociedad que, como el empuje de una montaña que nace, dominará el mundo. Detesto y amo sus torpezas de sentido común, y admiro su larga trayectoria en el comercio, con cientos de millones de leguas de distancia con respecto a países como por ejemplo, España.

En China tengo mi casa. En China siento que se han levantado muchas barreras opresoras inherentes a nuestra cultura envejecida y prejuiciosa. Siento la libertad cabalgando a diario. Hacer lo que me pide el cuerpo. Y un horizonte por ser dibujado.

Pero reconozco que el puzzle de la felicidad no funcionaría sin encajar en él las piezas de mi casa, de Cádiz y España al menos un par de veces al año. Necesito tanto su cielo como la selva viva de mi ciudad china. Necesito el olor de mi casa, el crujido de las persianas amaneciendo, el piar de los pájaros entrando en el silencio de mi cuarto, el olor de los platos que cocina mi madre para poner un día más esa comida de artesana sobre manteles de tela que han estado siempre yendo de la despensa al comedor y del comedor a la despensa. Uno nunca olvida de donde viene, porque guarda fosilizadas esas sensaciones vernáculas. El tiempo se queda sin tiempo para erosionar más de lo justo. Y recapitulando, saboreo ese último trago de cerveza, aún fresca, en los estertores del día y al umbral de la madrugada. Escuchando Guangzhou desde mi terraza.

sábado, 5 de julio de 2014

Volver

Me gustaría rebobinar al pasado, que volvieran a la vida los que se marcharon y, con lo poco vivido, pero suficiente, escuchar lo que hablan de lo mucho vivido.

Tras la pesadilla

Soñar que te marchas pronto. 
Salírseme las lágrimas de los ojos cerrados. 
Escuchar que me hablas al día siguiente, todavía vital.