jueves, 27 de diciembre de 2012

Impacto cultural en España



Cuando en China las máquinas humanas trabajan a todo trapo, en España están encendiendo los interruptores mentales. Son las tres de la tarde allí, la jornada de trabajo avanza hacia su final, mientras que aquí, los trabajadores se dirigen a sus puestos de trabajo.

Los españoles que trabajan para empresas españolas en China juegan a diario a equilibrar la diferencia horaria. Los correos electrónicos vuelan de un sitio a otro y apenas se detiene el tiempo, ya que primero toca hacer frente a las peticiones locales y luego a las españolas, cuando en China ya es hora de digerir la cena.

Parte del grupo de españoles en una barbacoa callejera
en la zona de Yuancun, Guangzhou
Tras casi 10 meses continuados en Cantón, uno acaba por absorber tanto el estilo de vida asiático que se transforma en un chino más, a excepción de una cara que no muda. Aspectos como la forma de comer, su falta de  lo que nosotros consideramos modales en lugares públicos, el despotismo de los conductores, su poca flexibilidad para modificar pautas preconcebidas se asimilan y en meses forman parte de lo que tu cerebro considera normal.

Cuando uno embarca en el avión que lo ha de llevar a China por primera vez, no se olvida el aspecto que encierra el habitáculo; te preparas para recibir el impacto cultural de ese país. Muchos lo hacemos desinformados, con un vago contexto histórico aprendido, con ideas preconcebidas y el venenoso prejuicio que hemos alimentado en nuestra percepción acerca de la anatomía china y, por ende, de ese país. Sin embargo, ahora de vuelta a España, me ha sucedido algo similar y encuentro un lugar que jamás volverá a ser como creía que era. Tampoco olvidaré el aspecto del avión de regreso a España, que me mostraba lo que me encontraría horas más tarde en Madrid. Mi cultura. Pero como si le hubieran dado la vuelta al espejo reflector de la cámara de fotos. Paseo por sus calles, que me evocan a cuentos clásicos: por sus gentes, por lo ordenado y cuidado del entorno y, especialmente, por ese cielo  azul de color pastel edulcorado que impregna el ambiente y nutre la mente. Las calles son más estrechas, los coches menos aguerridos y las casas, diminutas. Gulliver en el país de los enanos. Esto se parece a un escenario del hollywood de los cincuenta de quita y pon. No es posible que la ciudad pueda recorrerse andando, que en las calzadas estrechas quepan los transeúntes, que vehículos y peatones se respeten y que el olor a mar o azahar sustituyan el omnipresente humo.

En contraposición a China, los ciudadanos españoles pertenecen en su mayoría a una clase media extendida. No existe el contraste entre coches de lujo y bicicletas porteadoras; entre tiendas de productos gourmet y tenderetes callejeros. La clase media impera y nadie es más que otro según el dinero que guarde en su cartera o el carro que maneje. A veces, sí, pero no como en China, donde un coche cede el paso a otro según la categoría de éste.

Vistas desde el piso 41 de mi casa
En España el idioma deja de ser frontera y se convierte en una herramienta hermosa que usar con todas las personas. Los establecimientos chinos emplean a chinos que hablan español como segunda lengua y no inglés. Vengo de su tierra, de ser un grano negro entre miles de granos blancos y ahora ellos pasan a ser aquí los granos negros y el resto somos los blancos. Son ellos los que se han esforzado por aprender nuestra lengua, tan hermética y abrasiva como nos pueda parecer a nosotros la suya, de una gramática mucho menos compleja que la nuestra, por cierto. Aquí son ellos los que se afanan por entenderse con el electricista, el casero o el instalador de internet para lograr las comodidades que presenta la economía del bienestar. Durante 10 meses apenas he visto la televisión, no he visto el fútbol español, ni reconozco programas de televisión o personajes de pacotilla que ya se han logrado una fama mugrienta en España. Matías Prats continúa en su sitio y el suceso del Madrid Arena sigue coleteando en una televisión que debe carecer de nueva paja que arrojar al establo.

La lozanía china deja paso a una población envejecida española. El abigarramiento de los barrios chinos se convierte en diafanidad aquí y la comida española me afecta negativamente ante tanto aceite, excesiva grasa y salsas del tipo de la mayonesa que disfrazan alimentos insípidos o recocinados. Aquí se come demasiado, con glotonería, mucho frito y manteca. Allí la comida es más liviana, con un surtido de sabores que se consiguen de platos hechos al vapor, verduras y carnes de ternera o pollo. Los platos son menos manipulados, que no elaborados.

Todo se hace pequeño, el vestíbulo de casa, las habitaciones, los ascensores, el transporte público y, sobre todo, la altura. En realidad, nuestras ciudades son comunidades de vecinos. El sol empapa con su luminosidad las calles de la ciudad gracias a edificios bajos que permiten la expansión de la luz. En China el cielo mantiene su color blanquecino sempiterno y los baños de luz se reducen a 30 días al año. Y cuando se aparece, la bombilla alumbra menos. Cualquier construcción reta a una anterior que tras pocos años de vida queda relegada a la chatarra de rascacielos. En las zonas donde viven los occidentales y los chinos acaudalados, los ascensores son amplísimos; los zaguanes, imperiales; y los buzones, dorados. Todo ello empotrado en un mármol reluciente que expele poderío.

Feria del sector inmobiliario
A pesar de todos los contraste, la globalización envuelve con su telaraña a todos los países industrializados. Los iphones, los samsungs galaxies, las tabletas y el baile rapero coreano gamgnam style se esparcen como una manta que lo cubre todo. Allí, entre la sociedad más pudiente, beber café después de la comida se ha convertido en una costumbre snob que han importado del hedonismo francés. Mientras que aquí, los españoles se consumen en los almacenes chinos comprando vestidos de usar y tirar a 10 euros, de mucha menos calidad que los mercados falsos de allí. Si algunos supieran que compran aquí las peores copias de allí...

Pasamos la vida pensando que nuestro entorno inmediato es el eje del mundo y que cuanto más se alejen los círculos concéntricos de este eje, más raras son esas personas. Cuando somos pequeños, nos sentimos extraños la primera vez que hablamos con un madrileño; luego vienen los británicos, los rusos, cada uno con modales más adventicios. Y, por último, los asiáticos, chinos, japoneses, coreanos... que quedan reducidos al apelativos de chinos, a pesar de que Japón y China representen quizá el mayor antagonismo del mundo y de que aquéllos humillaran a China con una brutal masacre en el primer tercio del siglo pasado. A los que venimos de allí, los de aquí nos preguntan si son muy raros, si cuesta mucho convivir con un chino, si son tan complicados como parecen, si son avaros. Y yo les respondo que quizá a ellos les cueste más encontrar el camino en nuestro mundo del que nos cuesta a nosotros hacerlo en el suyo. He visto a españoles desairando a chinos anónimos con un despotismo que jamás utilizarían en Inglaterra, Holanda o Alemania. Y no me imagino a un chino desairando a un español en la casa que los acoge.

Cada vez es más común encontrarnos con cafeterías
que contrastan con establecimientos más locales
Allí las leyes las impone el pueblo en su curso diario y no el Gobierno, que mira hacia otro lado mientras sus intereses no peligren. Las tiendas abren hasta que no quede nadie en la calle y en algunos barrios el jolgorio dura toda la madrugada, con partidas de dados y barbacoas callejeras regadas de cerveza y licores de alta graduación que les pintan la sonrisa. Por eso, no es de extrañar que los chinos en España pasen 16 horas seguidas en sus establecimientos, pues lo han mamado de la misma manera que nosotros la siesta.


Después de haber probado la tierra de los dos continentes, uno no sabe si es mejor vivir en continua sordera allí o plenamente conscientes aquí.  

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