Cuando en China las máquinas
humanas trabajan a todo trapo, en España están encendiendo los interruptores
mentales. Son las tres de la tarde allí, la jornada de trabajo avanza hacia su
final, mientras que aquí, los trabajadores se dirigen a sus puestos de trabajo.
Los españoles que trabajan para
empresas españolas en China juegan a diario a equilibrar la diferencia horaria.
Los correos electrónicos vuelan de un sitio a otro y apenas se detiene el
tiempo, ya que primero toca hacer frente a las peticiones locales y luego a las
españolas, cuando en China ya es hora de digerir la cena.
Parte del grupo de españoles en una barbacoa callejera en la zona de Yuancun, Guangzhou |
Tras casi 10 meses continuados en
Cantón, uno acaba por absorber tanto el estilo de vida asiático que se
transforma en un chino más, a excepción de una cara que no muda. Aspectos como
la forma de comer, su falta de lo
que nosotros consideramos modales en lugares públicos, el despotismo de los
conductores, su poca flexibilidad para modificar pautas preconcebidas se asimilan y en meses forman parte de lo que tu cerebro considera
normal.
Cuando uno embarca en el avión
que lo ha de llevar a China por primera vez, no se olvida el aspecto que encierra
el habitáculo; te preparas para recibir el impacto cultural de ese país. Muchos
lo hacemos desinformados, con un vago contexto histórico aprendido, con ideas
preconcebidas y el venenoso prejuicio que hemos alimentado en nuestra
percepción acerca de la anatomía china y, por ende, de ese país. Sin embargo,
ahora de vuelta a España, me ha sucedido algo similar y encuentro un lugar que
jamás volverá a ser como creía que era. Tampoco olvidaré el aspecto del avión
de regreso a España, que me mostraba lo que me encontraría horas más tarde en
Madrid. Mi cultura. Pero como si le hubieran dado la vuelta al espejo reflector
de la cámara de fotos. Paseo por sus calles, que me evocan a cuentos clásicos:
por sus gentes, por lo ordenado y cuidado del entorno y, especialmente, por ese
cielo azul de color pastel edulcorado
que impregna el ambiente y nutre la mente. Las calles son más estrechas, los
coches menos aguerridos y las casas, diminutas. Gulliver en el país de los
enanos. Esto se parece a un escenario del hollywood de los cincuenta de quita y
pon. No es posible que la ciudad pueda recorrerse andando, que en las calzadas
estrechas quepan los transeúntes, que vehículos y peatones se respeten y que el
olor a mar o azahar sustituyan el omnipresente humo.
En contraposición a China, los
ciudadanos españoles pertenecen en su mayoría a una clase media extendida. No
existe el contraste entre coches de lujo y bicicletas porteadoras; entre
tiendas de productos gourmet y tenderetes callejeros. La clase media impera y
nadie es más que otro según el dinero que guarde en su cartera o el carro que
maneje. A veces, sí, pero no como en China, donde un coche cede el paso a otro
según la categoría de éste.
Vistas desde el piso 41 de mi casa |
En España el idioma deja de ser
frontera y se convierte en una herramienta hermosa que usar con todas las
personas. Los establecimientos chinos emplean a chinos que hablan español como
segunda lengua y no inglés. Vengo de su tierra, de ser un grano negro entre
miles de granos blancos y ahora ellos pasan a ser aquí los granos negros y el
resto somos los blancos. Son ellos los que se han esforzado por aprender
nuestra lengua, tan hermética y abrasiva como nos pueda parecer a nosotros la
suya, de una gramática mucho menos compleja que la nuestra, por cierto. Aquí
son ellos los que se afanan por entenderse con el electricista, el casero o el
instalador de internet para lograr las comodidades que presenta la economía del
bienestar. Durante 10 meses apenas he visto la televisión, no he visto el
fútbol español, ni reconozco programas de televisión o personajes de pacotilla
que ya se han logrado una fama mugrienta en España. Matías Prats continúa en su
sitio y el suceso del Madrid Arena sigue coleteando en una televisión que debe
carecer de nueva paja que arrojar al establo.
La lozanía china deja paso a una
población envejecida española. El abigarramiento de los barrios chinos se
convierte en diafanidad aquí y la comida española me afecta negativamente ante
tanto aceite, excesiva grasa y salsas del tipo de la mayonesa que disfrazan
alimentos insípidos o recocinados. Aquí se come demasiado, con glotonería,
mucho frito y manteca. Allí la comida es más liviana, con un surtido de sabores
que se consiguen de platos hechos al vapor, verduras y carnes de ternera o
pollo. Los platos son menos manipulados, que no elaborados.
Todo se hace pequeño, el
vestíbulo de casa, las habitaciones, los ascensores, el transporte público y,
sobre todo, la altura. En realidad, nuestras ciudades son comunidades de
vecinos. El sol empapa con su luminosidad las calles de la ciudad gracias a
edificios bajos que permiten la expansión de la luz. En China el cielo mantiene
su color blanquecino sempiterno y los baños de luz se reducen a 30 días al año.
Y cuando se aparece, la bombilla alumbra menos. Cualquier construcción reta a
una anterior que tras pocos años de vida queda relegada a la chatarra de
rascacielos. En las zonas donde viven los occidentales y los chinos
acaudalados, los ascensores son amplísimos; los zaguanes, imperiales; y los
buzones, dorados. Todo ello empotrado en un mármol reluciente que expele
poderío.
Feria del sector inmobiliario |
A pesar de todos los contraste,
la globalización envuelve con su telaraña a todos los países industrializados.
Los iphones, los samsungs galaxies, las tabletas y el baile rapero coreano
gamgnam style se esparcen como una manta que lo cubre todo. Allí, entre la
sociedad más pudiente, beber café después de la comida se ha convertido en una
costumbre snob que han importado del hedonismo francés. Mientras que aquí, los
españoles se consumen en los almacenes chinos comprando vestidos de usar y
tirar a 10 euros, de mucha menos calidad que los mercados falsos de allí. Si
algunos supieran que compran aquí las peores copias de allí...
Pasamos la vida pensando que
nuestro entorno inmediato es el eje del mundo y que cuanto más se alejen los
círculos concéntricos de este eje, más raras son esas personas. Cuando somos
pequeños, nos sentimos extraños la primera vez que hablamos con un madrileño;
luego vienen los británicos, los rusos, cada uno con modales más adventicios.
Y, por último, los asiáticos, chinos, japoneses, coreanos... que quedan
reducidos al apelativos de chinos, a pesar de que Japón y China representen
quizá el mayor antagonismo del mundo y de que aquéllos humillaran a China con
una brutal masacre en el primer tercio del siglo pasado. A los que venimos de
allí, los de aquí nos preguntan si son muy raros, si cuesta mucho convivir con
un chino, si son tan complicados como parecen, si son avaros. Y yo
les respondo que quizá a ellos les cueste más encontrar el camino en nuestro
mundo del que nos cuesta a nosotros hacerlo en el suyo. He visto a españoles desairando
a chinos anónimos con un despotismo que jamás utilizarían en Inglaterra,
Holanda o Alemania. Y no me imagino a un chino desairando a un español en la
casa que los acoge.
Cada vez es más común encontrarnos con cafeterías que contrastan con establecimientos más locales |
Allí las leyes las impone el
pueblo en su curso diario y no el Gobierno, que mira hacia otro lado mientras sus
intereses no peligren. Las tiendas abren hasta que no quede nadie en la calle y
en algunos barrios el jolgorio dura toda la madrugada, con partidas de dados y
barbacoas callejeras regadas de cerveza y licores de alta graduación que les
pintan la sonrisa. Por eso, no es de extrañar que los chinos en España pasen 16
horas seguidas en sus establecimientos, pues lo han mamado de la misma manera
que nosotros la siesta.
Después de haber probado la
tierra de los dos continentes, uno no sabe si es mejor vivir en continua
sordera allí o plenamente conscientes aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario