Hace unos días recibí la noticia
de que un tío abuelo mío había muerto. Fue a través de un correo breve:
"En el entierro de Manolo Lomas conocí a una sobrina suya muy mona,
sencilla y encantadora que está interesada en ir a China, etc.". A través
de la transparencia de esta frase veía 96 años de vida soterrada, de la que
apenas conozco más que algunos retazos de una historia que debió de ser
apasionante.
Conforme vamos cumpliendo años,
sobrepasamos estelas que se funden en nuestro recuerdo y que van perdiendo
intensidad como la cola de humo que deja el avión cuando en los días de
claridad se muestra engullido en mitad del cielo. En el momento que recibes
estas noticias, el mundo se congela por unos momentos y vuelve a descongelarse
para proseguir con su actividad frenética.
Tuve relación con mi tío abuelo durante
la infancia. Era una persona habitual en las reuniones de familia en la casa
que mi tía Carmencilla tiene en Roche. Manolo Lomas, ya que su nombre nunca se
pronunciaba separado de su apellido, tenía otra casa en Roche, pero allí no se
iba nunca. Solía ser verano cuando más lo veíamos. Vivía en muchos sitios.
Podía estar en Roche, en San Fernando en casa de su hermana Mari Pepa, en su
barco o en algún lugar del mundo viajando durante semanas. Era un marino
retirado, con un buen sueldo, sin mujer y rodeado de perros. Era una de esas
personas que hace del desorden un orden perfecto. Desde que nací siempre lo
recuerdo con un aspecto de persona mayor, pero de salud lozana y amante del
conocimiento, de ahí que fuera capaz de hablar cinco idiomas. En todas las
familias hay roles, él era el viajero, un díscolo con demasiado sentido común. Cuando
entonces los españoles sólo viajaban a Inglaterra y Francia, él se refería a
territorios del lejano oriente que nadie atinaba a situar en su mapa mental:
Bali, Tailandia o Taiwán. De allí volvía con artículos novísimos, adelantados
en el tiempo, como una bicicleta plegable roja y plateada que obligaba a la
gente a darse la vuelta. De allí se traía también una mente más abierta, un
horizonte más profundo y la noción de un mundo sin barreras manejado con los
hilos de los idiomas.
Solía aparecer en el chalé de mi
tía por sorpresa, como digo, rodeado de cuerdas de cuero de diferentes colores
que sujetaban varios perros. Recuerdo uno especialmente, cómo no iba a
recordarlo, Cuqui. Él pronunciaba su nombre de una manera extraña, sazonada con
ingredientes que ninguno de nosotros conocíamos, sonaba algo así como Kiuquin. Pronunciar
Manolo Lomas significaba conducir a la mente hacia ese animal, Cuqui, mitad lobo, mitad perro.
Él siempre decía que Cuqui estaba ya viejo, pero duraba como el infinito, hasta
que un día pregunté por él y me dijeron que había muerto, y de nuevo se congeló
el tiempo, pero era sólo un animal, mitad lobo, mitad perro, aunque para mí era
parte de mi infancia en Roche.
Manolo Lomas tenía un chalé en la
calle Australia. Hubo un tiempo, antes de que Roche se desarrollara a base de
ladrillo, en que su casa hacía frontera con el campo y se mimetizaba con la
naturaleza. A medida que esta urbanización crecía, su casa quedaba más aislada
en medio de los macizos de opulencia que se reflejaban en casas histriónicas y
amaneradas recién construidas y vendidas a gente cada vez más rica y más
foránea.
Él tenía una reja ajada que
dejaba ver el interior de su parcela. El estilo de su chalé era de otra época, bizarro,
concebido para el descanso y la armonía; no contaba con césped, sino con unos senderos
diminutos hechos a mano entre los que se distribuían aleatoriamente bancos
para sentarse, flores silvestres, columnas mutiladas, pinos, cipreses cercados por
una hilera baja de piedra fina, simple y coqueta que hacía de palenque, como
las murallas de arena en la orilla del mar. Aquello era una maraña equilibrada
entre naturaleza y civilización, un asentamiento humano perfectamente
descuidado, con la pinocha baldía que cubría como un manto el parterre.
Su porche era de tamaño justo,
con una mesa de mármol y bancos de hierro forjado, la pinocha y las huellas de
perro tatuadas en las baldosas de arcilla. A veces, cuando volvía a casa en
bicicleta, fuera de día o de noche, me gustaba desviarme y pasar por la calle
Australia, cuyos badenes eran todavía orugas sobre el suelo, aquellos reductores
de velocidad antiguos que permanecen en ciertas calzadas de Roche como
reliquia. Era cuesta abajo, a veces mi deseo por la velocidad hacía que me
lanzara en bicicleta por delante de su casa como una flecha, echara un vistazo,
fiscalizara si estaba o no, y siguiera mi camino. Otras veces, su furgoneta
blanca aparcada en la puerta me avisaba y en la parcela conseguía ver a Cuqui o
a un perro nuevo tendido sobre el parterre, como aquel Chau Chau peludo de lengua azul que se trajo de oriente. Otros días pasaba por allí y me detenía, atraído por la reflexión
a la que invitaba aquella casa. Pensaba en que Manolo Lomas estaría en el
extranjero, llevaba días sin ver su coche ni sus perros. No dejaba rastro, pero
su chalé se mantenía firme, recibiendo las miradas insidiosas de aquellos que
despreciaban la sencillez en un contorno de vacío ornamentado de lujo. Él
resistía a los otoños e inviernos en su Roche vernáculo, al fuego de la
chimenea, mientras otros sólo aparecían por allí para disfrutar de 15 días
fugaces en verano, posiblemente envidiando a ese viejo loco rodeado de perros
que como el polen volaba de un lado a otro sin dejar rastro, porque su casa
siempre ofrecía el mismo aspecto enredado invariable.
Algunos veranos Manolo me ofrecía
acompañarle en su barco, un pequeño yate a motor con el que surcábamos las
aguas de Sancti Petri. Aquello me invitaba a dejar volar mi mente, a imaginar
monstruos marinos, islas desiertas que en realidad eran la Punta del Boquerón y
casas derruidas por la guerra, que en realidad eran lonjas de pescado
abandonadas.
Su coche olía a piel de perro y
su barco también, porque toda su ropa olía a perro, o a lobo. Me encantaba
bajar al camerino, subir a cubierta y destapar la lona azul que nos permitiría
navegar, andando con cuidado de babor a estribor, para no perder el equilibrio y
caer al agua. Yo era el marinero y él, el capitán. No guardo fotos de aquellas
mañanas en las que me bañaba mar adentro saltando como un delfín desde la
escalerilla de popa. Aprendí a echar el ancla, a amarrar un cabo y a discernir
los remolinos escondidos en un aparente agua lisa como el terciopelo.
No hablaba de sus viajes, pero se
intuía que estaba muy viajado. Calzaba zapatos que provenían de otros
territorios, marcas de una costura diferente. Yo era un niño, pero
suficientemente consciente como para discernir esos detalles.
Hacía tiempo que no pensaba en
Manolo Lomas, que sin quererlo, ya lo había abandonado al pasado. Pero este
año, en Asia, viajando por lugares como Hong Kong o Bali, me preguntaba si no
estaría pisando calles o nadando en aguas que llevaran impregnadas su especial
olor. Manolo masticaba la comida con amor, disfrutaba de los tomates y la
verdura y eso a un niño le fascinaba; tenía un pelo tupido y rizado, con unas
canas al frente que amenazaban con conquistar el resto del cabello.
Escribí tres cartas desde Bali el
pasado 11 de agosto, destinadas a mis padres, a mis tíos y primos de Cádiz, y a
mis tíos de San Fernando, Carmencilla y Pepe, quienes recibían en verano, por
sorpresa, casi a diario, la visita de Manolo Lomas en su chalé. Cuando ya
pensaba que esas cartas no llegarían y cuando había olvidado su contenido, un
mes más tarde, en el mismo correo electrónico que me envía mi madre
anunciándome que había conocido, en el entierro de Manolo Lomas, a una chica
muy interesante que quería viajar a China, también me dice que ha llegado por
fin mi carta de Bali.
Y al mismo tiempo, mi prima Bea,
por Facebook, me revela que la carta que escribí a mi tía Carmencilla desde
Bali preguntaba por Manolo Lomas; no podía haber llegado a la farmacia ni antes
ni después, sino el día de su entierro, un mes y una semana después de
depositarla en el buzón del aeropuerto de Denpasar (Bali).
Pregunté por él en aquella postal
porque me era imposible pasar por Bali y no acordarme de la persona que me
llevó por primera vez con la imaginación hacia una isla encantada, sólo
descriptible cuando se la mira a la cara. Son caprichos del destino, que a los ateos
nos avisan de que hay algo más que da sentido a todo esto y en cuya morada
espero que se encuentre Manolo Lomas, mi tío abuelo, con ese apellido que
siempre fue unido al nombre, a sus perros y al lejano oriente.
¡Qué sensibilidad!
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ResponderEliminar¡Qué maravillosa evocación! Esperemos que ldesde donde esté lo lea.
ResponderEliminarYo también soy sobrina nieta suya. La verdad, no podías haberlo descrito mejor. Así lo recuerdo yo, lo único que cuando pasaba por mi casa después de una visita a Gibraltar para comprar sus cosas que nunca vendían en España, nos pedía una manzana, un tomate o una cebolla. Ése habría de ser su almuerzo.
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