martes, 25 de septiembre de 2012

Adopciones en China


Tras 54 meses de embarazo 


Los padres españoles llegan a gastar en seis años alrededor de 24.000 euros para adoptar en China, pero aseguran que este país es el que aporta más claridad en el proceso adoptivo


Hace unos años, Zapatero aprobó el cheque-bebé, una fórmula para incentivar el rejuvenecimiento de la población. A la vez, familias recién creadas, con las mismas preocupaciones económicas, mismas caras, alegrías y lamentos que aquéllas que iban a recibir esos 2.500 euros de premio desnudaban sus ahorros con el fin de tener un hijo concebido por otra persona que lo 'donaba' a un orfanato deseándole una vida más próspera de la que seguramente no hubiera gozado.

"Hemos llegado a pagar hasta 24.000 euros en seis años por tener a nuestro hijo", comenta Xavier, un madrileño que recibe a su cuarto hijo, primero adoptado. Otros padres adoptivos, al ser preguntados, confirman la cantidad, 24.000 euros. "Quiero que quede clara una cosa. Siempre leemos en los periódicos y vemos en televisión que los padres adoptivos son los típicos ricos, pero ya puedes ver que aquí hay de todo y la mayoría es gente bastante humilde: peluqueros, personal de la construcción y ¡parados!", comenta Xusta, que ha recogido su segunda hija, también china.

Un grupo de españoles, en el Garden Hotel, posa con sus
nuevos hijos.
Está siendo una experiencia rara: "Por un lado estoy deseando volver a casa y que se termine este largo caminar de siete años, pero por otro lado está siendo una experiencia muy nostálgica y bonita. Aquí nació Elisa (su primera hija china adoptada) y es un contraste de sentimientos", añade la madre gallega.

Los carritos de bebé se arremolinan en el vestíbulo del Garden Hotel, uno de los hoteles con más solera de la capital de Cantón, Guangzhou. Afuera arrecia un monzón del verano subtropical del sur de China, adentro, el deseo de regresar a casa con una persona más en la familia. Unos 20 matrimonios, como si de una excursión guiada se tratara, esperan el autobús que les conduzca al aeropuerto antes de zarpar a España con alrededor de 20 horas de viaje por delante. Después de una escalera de 2190 días, las fotos de carnés de cada uno de los padres ha cambiado: el pelo ralea, las canas se esparcen como lianas por todo el cabello y las espaldas se comban con el paso de los años. Sin embargo, algo que no cambia es la ilusión, igual de lozana que hace seis años, aunque reconocen que el camino no ha sido color de rosas. "Muchos han abandonado", dice María. "Hay gente que no ha podido seguir gastando dinero o que se ha hecho a la idea de que no iban a tener hijos", explica. Los que están aquí son los más fuertes de la manada y han luchado contra "tochos" de papeleos, contra las visitas de los trabajadores sociales y los psicólogos, contra los análisis médicos periódicos.

"No entiendo cómo un proceso así puede tardar tanto tiempo", se pregunta Xavier. "Hay 20 millones de nacimientos en China al año y unos 15.000 abortos", apunta el madrileño. "Algunos de los fetos o neonatos son tratados para hacer de ellos pastillas afrodisíacas que son comercializadas en este país a precio de oro", continúa Xavier. Este negocio, cada más filtrado entre la población nativa y la extranjera en China, es un tema tabú para el Gobierno, en una nación en la que la población de chicos multiplica a la de las mujeres. La medida política de permitir sólo un hijo por unidad familiar a la etnia 'han' (el 90 por ciento prácticamente de la población china) lleva a muchas familias chinas a pagar ingentes cantidades de dinero -bien a médicos chinos o viajando a Hong Kong previo pago y afanosa gestión de visado- para adivinar el signo del hijo, si niño o niña. Sin embargo, "aunque está prohibido revelar antes del parto el sexo del feto, muchas veces, por ser extranjero, el médico te dice implícitamente si va a ser niño o niña", apunta Fran, un español afincado en China durante seis años cuyos dos hijos nacieron en Cantón.

Muchos matrimonios prefieren abortar antes que perder el abolengo de la familia, ya que saben que solo podrán tener un solo hijo 


Sucede entonces que si el primer vástago es niña, muchos matrimonios prefieren abortar antes que perder el abolengo de la familia, ya que saben que solo podrán tener un solo hijo; otros, los contrarios al aborto o sin recursos, deciden concebir y abandonarla a un orfanato. Tener a un segundo hijo está penado en China con una sanción que muchas familias no pueden asumir -teniendo en cuenta que el salario medio de un trabajador ronda los 2000-3000 yuanes (250-360 euros mensuales). Por eso, muchos, en vez de abortar, deciden darlo en orfandad. De ahí que los españoles, uno de los países que más adopta en China, se pregunte cuál es el problema para que haya que esperar tantos años para poder conseguir al niño.

Xusta le da una explicación: "Hubo un momento en el que la cantidad de americanos y españoles que veníamos a China era tanta, que los chinos tuvieron que sacar una nueva ley para controlar las adopciones en China, ya que eso provocaba que muchos padres adoptivos de otros países empezaran a ver China como el país ideal para adoptar, con lo cual, las 'reservas' de niños podrían peligrar". ¿Y por qué China? "Este país es de los más claros en cuanto al proceso adoptivo. No queremos opinar del régimen, allá cada uno, pero sí es cierto que todo lo que dicen, lo cumplen", añade la gallega. El problema, según todos, proviene de España, que pone demasiadas trabas para que se dé el último paso, venir a China. "Nos someten a demasiadas pruebas y cada tres años, si no has conseguido adoptar, tienes que volver a pasar por todo el trámite psicológico y burocrático previo. "He tenido tres partos y este ha sido el más duro", dice Laura, mujer de Xavier, madre biológica de dos niños, una niña y madre adoptiva de Jesús, el último de todos, un niño chino que esperaban fuera chica para que hubiera acompañado a Rocío, la única chica de los ya cuatro hermanos.

"En Rusia te piden dinero que no está claro para qué sirve; en China da la sensación de que se adopta y en Rusia, de que se compra"


Xusta, con sus dos hijas adoptadas
"En otros países -explica Xusta- adoptar es más complicado. En Rusia por ejemplo tienes que visitar el país dos veces o estar en el país 30 días cuando recoges al hijo". Laura añade que en Rusia "te piden dinero que no está claro para qué sirve; en China da la sensación de que se adopta y en Rusia, de que se compra", mientras que en China "todo está muy claro y lo sabes desde el principio". Pero la situación cambió a partir del verano de 2007, cuando la ley china se endureció. "Desde entonces, comenzaron a exigir que los ingresos por familia fueran mayores, en torno a los 10.000 euros anuales de ingresos por cada miembro familiar; es decir, que si en una familia había tres personas, los ingresos totales deberían ser de 30.000 euros". También se exigieron más controles sanitarios, más rango académico. "Los estadounidenses comenzaron a tenerlo más difícil, porque la obesidad fue uno de las enfermedades que discriminaba a la hora de poder adoptar", señala Xusta.

No obstante, la claridad en el proceso adoptivo se hace evidente por muchos otros motivos y eso gusta a las familias extranjeras. "Cuando adoptas a tu hijo, te dan el recorte de periódico donde aparece el día que le dieron en adopción, con esto pretenden demostrar la veracidad de tu hijo", dice María. "Procuran que el niño se parezca lo máximo posible a ti. No se puede elegir, y la mayoría de nosotros no queremos", añade.

Estos matrimonios ven pasar los años como páginas de un libro cuyo final es igual de incierto y provoca que la edad de los niños adoptados varíe. Cuanto más mayores sean los padres, mayores son los niños y viceversa. "Nosotros hemos conseguido, por unos meses, estar en la franja de edad anterior a la de los 45, porque nos hubiera tocado ahora en julio un nuevo chequeo en España, y por haberlo evitado hemos conseguido una hija más joven", dice María. "No es fácil desarraigar a un niño de su entorno cuando ya han pasado determinados meses de vida o ya tienen dos años. La sensación no es la misma", agrega mientras busca la complicidad visual de su hija María Yuan: "Esta a mí me ha salido muy llorona". Con respecto al apellido, se explica: "Queremos que mantenga su nombre y que se dé cuenta de sus raíces".

Orfanatos hay muchos en el sur de China y según la provincia, unos dan los niños con más o menos meses, pero todos critican la falta de nutrición "evidente" de las criaturas, además de heridas o marcas que demuestran una falta de trato hacia ellos. "Algunos vienen con calvicies en el reverso de la cabeza, por la parte en la que han apoyado la cabeza sobre los tablones de madera en los que dormían sin colchón", remarca María.

Muchos de estos matrimonios visitan China por segunda ocasión, como es el caso de Joan, padre de Berta, una chica española que fue adoptada en China hace siete años y que comprueba que en realidad proviene de un mundo en el que todos se parecen a ella.  pero como dice Joan, "lo cierto es que para ellos es un momento especial, en el que están procesando toda la información. Vienen a China, de donde proceden y donde todos son iguales a ellos. Una vez de vuelta en España asimilarán lo vivido, pero el caso es que todos están también un poco celosos viendo que llega un nuevo hermanito a la familia"

jueves, 20 de septiembre de 2012

Manolo Lomas


Hace unos días recibí la noticia de que un tío abuelo mío había muerto. Fue a través de un correo breve: "En el entierro de Manolo Lomas conocí a una sobrina suya muy mona, sencilla y encantadora que está interesada en ir a China, etc.". A través de la transparencia de esta frase veía 96 años de vida soterrada, de la que apenas conozco más que algunos retazos de una historia que debió de ser apasionante.

Conforme vamos cumpliendo años, sobrepasamos estelas que se funden en nuestro recuerdo y que van perdiendo intensidad como la cola de humo que deja el avión cuando en los días de claridad se muestra engullido en mitad del cielo. En el momento que recibes estas noticias, el mundo se congela por unos momentos y vuelve a descongelarse para proseguir con su actividad frenética.

Tuve relación con mi tío abuelo durante la infancia. Era una persona habitual en las reuniones de familia en la casa que mi tía Carmencilla tiene en Roche. Manolo Lomas, ya que su nombre nunca se pronunciaba separado de su apellido, tenía otra casa en Roche, pero allí no se iba nunca. Solía ser verano cuando más lo veíamos. Vivía en muchos sitios. Podía estar en Roche, en San Fernando en casa de su hermana Mari Pepa, en su barco o en algún lugar del mundo viajando durante semanas. Era un marino retirado, con un buen sueldo, sin mujer y rodeado de perros. Era una de esas personas que hace del desorden un orden perfecto. Desde que nací siempre lo recuerdo con un aspecto de persona mayor, pero de salud lozana y amante del conocimiento, de ahí que fuera capaz de hablar cinco idiomas. En todas las familias hay roles, él era el viajero, un díscolo con demasiado sentido común. Cuando entonces los españoles sólo viajaban a Inglaterra y Francia, él se refería a territorios del lejano oriente que nadie atinaba a situar en su mapa mental: Bali, Tailandia o Taiwán. De allí volvía con artículos novísimos, adelantados en el tiempo, como una bicicleta plegable roja y plateada que obligaba a la gente a darse la vuelta. De allí se traía también una mente más abierta, un horizonte más profundo y la noción de un mundo sin barreras manejado con los hilos de los idiomas.

Solía aparecer en el chalé de mi tía por sorpresa, como digo, rodeado de cuerdas de cuero de diferentes colores que sujetaban varios perros. Recuerdo uno especialmente, cómo no iba a recordarlo, Cuqui. Él pronunciaba su nombre de una manera extraña, sazonada con ingredientes que ninguno de nosotros conocíamos, sonaba algo así como Kiuquin. Pronunciar Manolo Lomas significaba conducir a la mente hacia ese animal, Cuqui, mitad lobo, mitad perro. Él siempre decía que Cuqui estaba ya viejo, pero duraba como el infinito, hasta que un día pregunté por él y me dijeron que había muerto, y de nuevo se congeló el tiempo, pero era sólo un animal, mitad lobo, mitad perro, aunque para mí era parte de mi infancia en Roche.

Manolo Lomas tenía un chalé en la calle Australia. Hubo un tiempo, antes de que Roche se desarrollara a base de ladrillo, en que su casa hacía frontera con el campo y se mimetizaba con la naturaleza. A medida que esta urbanización crecía, su casa quedaba más aislada en medio de los macizos de opulencia que se reflejaban en casas histriónicas y amaneradas recién construidas y vendidas a gente cada vez más rica y más foránea.

Él tenía una reja ajada que dejaba ver el interior de su parcela. El estilo de su chalé era de otra época, bizarro, concebido para el descanso y la armonía; no contaba con césped, sino con unos senderos diminutos hechos a mano entre los que se distribuían aleatoriamente bancos para sentarse, flores silvestres, columnas mutiladas, pinos, cipreses cercados por una hilera baja de piedra fina, simple y coqueta que hacía de palenque, como las murallas de arena en la orilla del mar. Aquello era una maraña equilibrada entre naturaleza y civilización, un asentamiento humano perfectamente descuidado, con la pinocha baldía que cubría como un manto el parterre.

Su porche era de tamaño justo, con una mesa de mármol y bancos de hierro forjado, la pinocha y las huellas de perro tatuadas en las baldosas de arcilla. A veces, cuando volvía a casa en bicicleta, fuera de día o de noche, me gustaba desviarme y pasar por la calle Australia, cuyos badenes eran todavía orugas sobre el suelo, aquellos reductores de velocidad antiguos que permanecen en ciertas calzadas de Roche como reliquia. Era cuesta abajo, a veces mi deseo por la velocidad hacía que me lanzara en bicicleta por delante de su casa como una flecha, echara un vistazo, fiscalizara si estaba o no, y siguiera mi camino. Otras veces, su furgoneta blanca aparcada en la puerta me avisaba y en la parcela conseguía ver a Cuqui o a un perro nuevo tendido sobre el parterre, como aquel Chau Chau peludo de lengua azul que se trajo de oriente. Otros días pasaba por allí y me detenía, atraído por la reflexión a la que invitaba aquella casa. Pensaba en que Manolo Lomas estaría en el extranjero, llevaba días sin ver su coche ni sus perros. No dejaba rastro, pero su chalé se mantenía firme, recibiendo las miradas insidiosas de aquellos que despreciaban la sencillez en un contorno de vacío ornamentado de lujo. Él resistía a los otoños e inviernos en su Roche vernáculo, al fuego de la chimenea, mientras otros sólo aparecían por allí para disfrutar de 15 días fugaces en verano, posiblemente envidiando a ese viejo loco rodeado de perros que como el polen volaba de un lado a otro sin dejar rastro, porque su casa siempre ofrecía el mismo aspecto enredado invariable.

Algunos veranos Manolo me ofrecía acompañarle en su barco, un pequeño yate a motor con el que surcábamos las aguas de Sancti Petri. Aquello me invitaba a dejar volar mi mente, a imaginar monstruos marinos, islas desiertas que en realidad eran la Punta del Boquerón y casas derruidas por la guerra, que en realidad eran lonjas de pescado abandonadas.

Su coche olía a piel de perro y su barco también, porque toda su ropa olía a perro, o a lobo. Me encantaba bajar al camerino, subir a cubierta y destapar la lona azul que nos permitiría navegar, andando con cuidado de babor a estribor, para no perder el equilibrio y caer al agua. Yo era el marinero y él, el capitán. No guardo fotos de aquellas mañanas en las que me bañaba mar adentro saltando como un delfín desde la escalerilla de popa. Aprendí a echar el ancla, a amarrar un cabo y a discernir los remolinos escondidos en un aparente agua lisa como el terciopelo.

No hablaba de sus viajes, pero se intuía que estaba muy viajado. Calzaba zapatos que provenían de otros territorios, marcas de una costura diferente. Yo era un niño, pero suficientemente consciente como para discernir esos detalles.

Hacía tiempo que no pensaba en Manolo Lomas, que sin quererlo, ya lo había abandonado al pasado. Pero este año, en Asia, viajando por lugares como Hong Kong o Bali, me preguntaba si no estaría pisando calles o nadando en aguas que llevaran impregnadas su especial olor. Manolo masticaba la comida con amor, disfrutaba de los tomates y la verdura y eso a un niño le fascinaba; tenía un pelo tupido y rizado, con unas canas al frente que amenazaban con conquistar el resto del cabello.

Escribí tres cartas desde Bali el pasado 11 de agosto, destinadas a mis padres, a mis tíos y primos de Cádiz, y a mis tíos de San Fernando, Carmencilla y Pepe, quienes recibían en verano, por sorpresa, casi a diario, la visita de Manolo Lomas en su chalé. Cuando ya pensaba que esas cartas no llegarían y cuando había olvidado su contenido, un mes más tarde, en el mismo correo electrónico que me envía mi madre anunciándome que había conocido, en el entierro de Manolo Lomas, a una chica muy interesante que quería viajar a China, también me dice que ha llegado por fin mi carta de Bali.
Y al mismo tiempo, mi prima Bea, por Facebook, me revela que la carta que escribí a mi tía Carmencilla desde Bali preguntaba por Manolo Lomas; no podía haber llegado a la farmacia ni antes ni después, sino el día de su entierro, un mes y una semana después de depositarla en el buzón del aeropuerto de Denpasar (Bali).

Pregunté por él en aquella postal porque me era imposible pasar por Bali y no acordarme de la persona que me llevó por primera vez con la imaginación hacia una isla encantada, sólo descriptible cuando se la mira a la cara. Son caprichos del destino, que a los ateos nos avisan de que hay algo más que da sentido a todo esto y en cuya morada espero que se encuentre Manolo Lomas, mi tío abuelo, con ese apellido que siempre fue unido al nombre, a sus perros y al lejano oriente.

jueves, 6 de septiembre de 2012

ir a Carranza



Mi primera carta la dirijo a Carranza, pongo la vela y navego hacia allá. La nostalgia me embarga cada vez que en el extranjero camino hacia un templo de fútbol que no es el mío. Para aliviar esta pesadumbre, ahora en Guangzhou, mi ciudad, la capital de mi vida, en el sur de China, siempre visto la camiseta del Cádiz o al menos llevo la bandera, para mostrar, en ese peregrinaje al templo, que yo siento otros colores que son los que, como a mis ahora compatriotas chinos, nos conducen a un estadio en busca del remedio espiritual.

Los domingos de partido eran largos. Cuanto más tarde jugaba el Cádiz, más duraban los nervios de aquel día. Veía a Derticia con su gorro de lana calentando antes del partido, veía a Husillos, o a Tilico, aquellos que minutos después ascenderían al campo desde las catacumbas de la tribuna con sus espinilleras y la satisfacción de ser cadistas brillando en un escudo cosido sobre fondo amarillo. Aquellos jugadores aspirarían seguro a un club más grande, pero para cada uno de los niños que nos sentábamos en la piedra de la preferencia, nuestro sueño era llegar a ocupar el puesto de ellos. Luego, la vida, te dice que tu destino está en otro sitio, en cualquier oficina del mundo, y que el único escudo que alimentar es el logo de la compañía, con cuentas que deben dar positivo a final de campaña para no bajar de categoría.

Había otros domingos en los que uno se asomaba una y otra vez a la ventana de casa para que dejase de llover. Sabías que estaba prohibido constiparse, que al día siguiente había colegio y tu madre te iba a prohibir procesionar al Carranza por una avenida que cuanto más se acercaba a Cortadura, más amarilla se volvía. En los días de sol, las motos iban lanzadas por la carretera, con unas bufandas de lana revolucionadas por la velocidad del aire, mientras que en los autobuses de línea, se veían a través de los cristales, decenas de brazos sujetándose a las barras de metal dejando caer unas bufandas raídas por el uso. Los jóvenes apuraban la cerveza en el bar Gol de Fondo Norte y los más mayores llegaban al estadio con sus gorras dobladas en la palma de su mano. Todavía no se había impuesto la moda de ir a Carranza vestido de amarillo, salvo un personajillo que se veía como un punto de color en medio de la tribuna, era Macarty.

Cuando el calentamiento se terminaba y los jugadores se iban a vestuarios a cambiarse, girabas la vista a derecha e izquierda, intentando averiguar qué preparaban las Brigadas Amarillas, bien en fondo norte, bajo el cartel metálico de Ferrovial, en el que un grupo de  chavales que formaba un tiángulo se dejaba la voz, o bien en Fondo Sur, en una curva sobre la que sobresalía un grupo de muchachos que comiendo pipas veía el partido encima de los tejados del colegio de Telegrafía. A nuestra espalda, otros habían trepado a las costillas de aquellas torres que iluminaban el césped y, con suerte, el tren sonaba antes de algún gol que se celebraba dando saltos en los brazos de tu padre o cualquier persona anónima que se había desgarrado las uñas a tu lado durante 90 minutos.

Salía el Cádiz al campo y las bengalas, como cirios rojos, señalaban el camino hacia la victoria. Tú, mientras, te afanabas por lanzar esos papelillos que habías recortado por la tarde de algún Diario viejo que empezaba a consumirse en casa, mientras tu padre dormía la siesta y tu madre recogía los platos del almuerzo.

La vuelta a casa se hacía, bien en autobús de línea, donde escuchabas a los mayores discutir sobre la estrategia del entrenador, lo afortunado o desafortunado del partido de alguno de los jugadores, o bien se hacía caminando, en dirección a las Puertas de Tierra, viendo pasar otra vez las motos flechadas de vuelta a casa, con sus bufandas aleteando en el aire húmedo de la noche o esos brazos sujetos a la barra del autobús de línea con unas bufandas que caían cansadas. A medida que te separabas del Carranza, lugar que solo visitabas una vez cada dos semanas, la muchedumbre amarilla se esparcía. Algunos encontraban su refugio en La Laguna, otros en la zona de Residencia, San José, San Felipe Neri o los cuarteles.

Por todo aquello, ahora entenderán que las procesiones a cualquier templo del fútbol las haga con mi camiseta amarilla o mi bandera del Cádiz, para mantener aquellas imágenes que guardo fosilizadas en la memoria y el ruido de aquellas motos que con un zumbido pasaban a tu lado y te indicaban que ya llegaba el momento que habías esperado durante toda la semana.

No importa que esté en China o Estados Unidos, pero sí importa que cada vez que vaya a un campo de fútbol, me detenga y rece mirando a la meca del Carranza por todos aquellos que hacen del Cádiz su religión cada dos domingos.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Bali, una sonrisa tropical (y III) y Java


11/8/2012 Tránsito a Java, cambio de religión, paisaje y pensamiento

Se dice que en cualquier viaje que sobrepase una semana siempre debe haber algún día de descanso. No visitas, no transportes, no madrugar... El 'siervo' de más categoría de la villa nos condujo desde Ubud hasta Sanur por un precio razonable, 150.000 rupias, unos 14 euros aproximadamente. Tuvimos que regatear, como de costumbre. Quizá los precios de partida en este país sean incluso más irrisorios que en China, donde se acercan más a la cantidad que finalmente vais a acordar para cerrar el trato. Era el día en que nos separábamos de Javi para irnos a Java y él regresar a Hong Kong.

Por la tarde cogimos un vuelo que nos había costado 25 euros, con la línea de bajo coste más reputada del mundo, Air Asia. Éramos muy pocos los viajeros y apenas nos llevó 45 minutos aterrizar en Sumatra. El aeropuerto de Bali no difiere en estilo del resto de la ciudad. Se trata de un edificio de dos plantas, con tejas y muy poca ornamentación, como si entraras en un chalé grande. Las puertas de embarque, muy cercas las unas de las otras y sin apenas asientos para el pasajero, recuerdan más a una estación de autobuses que a un aeropuerto. Echamos de menos más señalizaciones, más luminosos con indicaciones, más orden. Allí, los representantes de las compañías se movían por las diferentes colas anunciando modificaciones repentinas en las puertas de embarque, ora aquí, ora allí. Y siempre con la maleta a cuestas, rodando por el suelo.

Una vez descendimos del avión en Sumatra, reconocimos otro continente. La religión había cambiado y con ella, todo el panorama, el comportamiento de sus gentes. En realidad solo habíamos recorrido unos 600 kilómetros, y nos encontrábamos en el mismo país, pero del hinduismo habíamos pasado al musulmán. ¿Cómo es posible que los islamistas hayan llegado hasta esta parte del mundo? Si se dan cuenta, aparte de Bali y algunas islas cercanas, el resto del territorio indonesio es mucho menos turístico. Las playas, los paisajes y los animales son los mismos, sin embargo, las personas, sujetas a su religión, los hacen diferentes. Bali, una isla receptiva, llana, amable, sonriente; Java, una isla más hermética, desquiciada, desordenada, exánime.

A la salida del aeropuerto nos esperaba nuestro nuevo chófer, más joven y sospechoso que Muke. Eran las 7.30 de la noche. Al estar en invierno en el hemisferio sur, las horas de sol disminuyen. Es ramadán y nuestro conductor no ha comido, parece que tiene prisa. Nos avisa que quedan tres horas de viaje hasta alcanzar el hotel de Bromo, donde pasaríamos la noche para madrugar a las 3.30. Se puso manos a la obra y los adelantamientos se sucedieron.

Quítense de la cabeza las carreteras españolas, donde reina el orden y el respeto a la seguridad vial; piensen en carreteras de uno o dos carriles, por donde desfilan camiones que transportan mercancías que no cumplirían los preceptos de seguridad de carga en España; piensen en ríos de motocicletas, con y sin casco, con dos o más ocupantes; piensen en una carretera sin iluminación, en coches que no tienen luces y en conductores que adelantan por derecha e izquierda, por el sentido opuesto o por el arcén donde suelen agruparse las motos. No hay autoridades que detengan a nadie por hacer garabatos en la carretera. Con todo esto, lo mejor es encomendarse a la pericia del piloto y pensar que lleva años trabajando en esto y que todavía sigue aquí. ¿Por qué iba a tocarnos a nosotros? Aun con la desazón interna, el sueño nos venció y pasamos parte del trayecto dormidos, neutralizando con los minutos los continuos frenazos y acelerones del conductor; los pitidos y volantazos. Para terminar, llegamos a Bromo por un desfiladero. Estábamos en otra furgoneta Suzuki,  la misma de Muke, pero ésta, mucho más exprimida que la otra. Eran las 12 de la noche cuando llegamos. El frío nos avisaba de que a las 3.30 de la mañana sería aun peor. Estábamos a más de 2.000 metros de altura. Lo primero que hicimos fue alquilar dos chaquetones para vencer las bajas temperaturas de la madrugada. Sandra nos había avisado de las condiciones de Bromo, de que nos equipáramos. Pero nosotros habíamos planificado el viaje obviando el frío. Nos dormimos en un instante bajo unos edredones que nos aislaban de la baja temperatura de la habitación. Por entonces, fuera no pasaríamos de los 6 grados.


12/8/2012 Volcán de Bromo, un paisaje lunar

Amanecer junto al volcán de Bromo
Por la mañana nos esperaban los jeeps en la entrada del hotel. Nos habíamos vestido con pantalones largos, un par de calcetines, camiseta, camisa, sarum haciendo las veces de bufanda y un chaquetón mugriento y desvencijado a causa del uso diario de otros turistas. Con todo, hacía frío. Noche cerrada, solo quebrada por los faros de los jeeps que nos subirían hasta la ladera de Penanjakan, desde donde avistaríamos, de un lado, el amanecer de las cimas de Windodaran y, del otro, el lunático cráter de Bromo y sus hermanos volcanes.

Dentro del jeep nos acompañaban a Pablo y a mí una pareja de amigas francesas al frente del vehículo y una pareja holandesa sentada de lado frente a nosotros. Los tres grupos manteníamos la boca cerrada en una lucha interna por asumir que estábamos despiertos y que íbamos a saborear unas imágenes imponentes. A los 50 minutos de ascensión por carreteras sinuosas y pedregosas, el coche se detuvo y nos dejó en la carretera. Había otros tantos jeeps y otros tantos turistas en las mismas condiciones que nosotros. Sandra nos había precavido: tendríamos que andar cuesta arriba durante casi 30 minutos y durante el camino nos encontraríamos puestos de café, alquiler de abrigos, bufandas, gorros y guantes. Al contrario que ella, que se había perdido en medio de la montaña cuando le tocó ir, nosotros habíamos cuidado de no perdernos y seguimos al grueso de personas, con nuestra linterna encendida, que para el caso, no nos hizo mucha falta. Dimos con el mirador y cuál fue nuestra sorpresa de toparnos con un abigarrado número de turistas, más o menos silencioso, pero perfectamente posicionado para no perder detalle. Y de nuevo las centenares de cámaras de foto luchando por ser la más rápida, la más avezada. Como si el hecho de respirar al aire libre le quitara a mi acompañante de al lado partículas de aire que no respiraría. Lo mismo sucedía con las cámaras. Fue el primer haz de luz del amanecer y los flashes haciendo un trabajo inútil. Por su impaciencia, daba la sensación de que el amanecer durase 30 segundos y no hubiera más tiempo.

En frente se descubrían las cabezas de dos montañas vestidas por un manto de nubes; a la derecha, la respiración del volcán que resultaban ser exhalaciones de humo desde el infierno.
Pablo con Bromo a la espalda
Poco a poco, los turistas, sin que el sol hubiera si quiera aparecido en toda su inmensidad, comenzaban a irse, con el propósito de coger el jeep, evitar el tráfico y subir en primera posición a avistar el cráter de Bromo: mutismos adquiridos en una vida de constante pelea por ser más tunante que el compañero. Muchos se perdieron las imágenes más bonitas, esas que sus cámaras no habían captado por la agonía de la precocidad.

Nosotros descendimos a las 6.30 de la mañana ya hacia Bromo, por una carretera infernal, solo apta para todoterrenos. Bromo se aparecía ante nosotros como los desiertos de Arizona, arena y más arena. En este caso, ceniza volcánica que nos obligó a cerrar las ventanas. Pero el alivio duraría poco tiempo. Los caballos comenzaron a cabalgar a los laterales del coche y los chicos que los montaban anunciaban ya el alquiler de éstos. Pagamos unos ocho euros porque el caballo nos llevara hasta el comienzo del cráter. Otros turistas habían elegido hacer el camino a pie, prácticamente un kilómetro de ceniza volcánica incandescente revoloteando en el aire y colándose por la nariz.

Poni que me condujo hasta el cráter
Ascendimos al cráter resbalando por el borde de una escalera estrecha atestada de turistas. Nos costó más esfuerzo subir por donde no había escalones, pero así sorteábamos media hora de cola. El cráter era inmenso, no se veía el fondo, pero sí lo peligroso de resbalar por allí y caer. No había sujeción alguna y había que andar con mucho cuidado. Apenas nos hicimos unas fotos y descendimos, esta vez por las escaleras. Yo veía a Pablo 20 años más viejo, con una cara gris y un pelo canoso por culpa de la ceniza. Picaban los ojos y respirar se convirtió para él en una tortura sin sarum; suerte que yo me lo había traído, a modo de bufanda primero, y luego de mascarilla.

En el hotel nos duchamos, desayunamos y nos marchamos algo más tarde de las 10 de la mañana. Nos quedaban aproximadamente 6 horas para llegar a Kawa Ijen, nuestro próximo volcán. Almorzamos en una venta en la que paraban todas las furgonetas que habían contratado el mismo viaje que nosotros, Bromo e Ijen en un mismo paquete.

Nuestro conductor seguía haciendo diabluras con el coche, nuestra furgoneta era la más rápida de todas y eso nos dificultaba el hecho de conciliar el sueño y descansar, no solo por lo turbulento del manejo del piloto, sino por los baches de las carreteras y, sobre todo, por el sufrimiento de pensar que en cualquier momento tendríamos un accidente. A falta de una hora y media para llegar al destino, andábamos por carreteritas que nos iban enseñando el comienzo de la ascensión. Rebasamos decenas de poblados repartidos por la isla en donde vivían de la artesanía y, principalmente, de una agricultura que se iba pareciéndose cada vez más a la de Bali, ya que nos dirigíamos hacia la costa este de Java, la que está más pegada a la isla hinduísta.

Tanto Pablo como yo estábamos despiertos, llevábamos un rato hablando de las condiciones laborales de los indonesios. Los camiones que transportaban cañas de azúcar se sucedían en la carretera con destino a las fábricas de producción. Luego de todo este proceso de obtención del azúcar, en España y otros países desarrollados, nos encontramos los paquetes de este alimento a un precio menor en los supermercados, pero nunca pensamos en toda la labor anterior. ¿Cuántos cañas de azúcar tendrá que transportar un conductor de camiones para ganar lo que vale un paquete de azúcar en España?

Nos disponíamos a cruzar un puente, el chófer conducía a 60 por hora por unas carreteras angostas y bacheadas. De repente, nos topamos con un estrangulamiento en la carretera y un camión que venía de frente nos obstaculizaba el paso. El conductor frenó en seco. Un segundo más tarde, que duró como una eternidad, se escuchó un golpe seco mortal en el trasero de la furgoneta. Pablo y yo nos giramos, el conductor miró por el retrovisor y todos vimos lo mismo. Una moto tipo vespino a un par de metros que ocupaba la mita de la carretera y a seis metros el único ocupante de la moto, un hombre de unos 30 años, de pequeña estatura y sin caso que probablemente ya estaría muerto. Dos señoras que trabajaban en las casas junto a la calzada salieron y se llevaron inmediatamente las manos a la cara; otra familia apareció de la esquina de la calle, a la derecha de nuestro coche y sus aspavientos nos confirmaban que aquello era una tragedia. Una aldea, en medio de la nada, sin hospitales, sin helicópteros; una regulación de tráfico que no sanciona el no uso del casco y unas carreteras sin señalizaciones y con conductores inconscientes. Media hora más tarde, compañeros de la excursión pasaron por el mismo sitio y nos aseguraron haber visto imágenes dantescas, todo un pueblo junto al cadáver. Nosotros apenas estuvimos allí 15 minutos. Reclamaron al conductor que saliera, pero cuando explicó el accidente y se comprobó que él no era el causante de la muerte de aquel chico, los paisanos le dejaron marchar. Mientras tanto, Pablo y yo, dentro del coche detenido, veíamos decenas de gente saliendo en tropel de las casas. Todos, como si fuera un reguero de pólvora que se consume, iban saliendo de sus casas avisados no sé cómo. Acontecimientos de este tipo en un pueblo calmado y donde todos se conocen, incluso la víctima, provocan una curiosidad multiplicada. La tragedia es aún mayor y, si cabe más, en fechas de Ramadán.

Nos fuimos de allí, con un coche en el que se hizo el silencio, un conductor nervioso y nosotros dos planteándonos cuestiones existenciales en nuestras cabezas. Nos quedaban dos días y medio de visita en Indonesia, pero ya sabíamos que no serían lo mismo desde aquel momento. Son decisiones de milésimas de segundo que dan un giro a la vida y que se nos indigestan en la mente.

Como digo, la velocidad de nuestro coche hizo que llegáramos los primeros a la villa desde la que a la mañana siguiente saldríamos a Ijen para ver la mina de azufre. No eran las 4 de la tarde si quiera, habíamos llegado antes de lo previsto. A la hora comenzaron a aparecer el resto de huéspedes de aquel hospicio en medio de la naturaleza. Hasta nosotros llegaba el rezo de un imán desde no se sabe qué minarete. Un rezo impasible que nos taladraba los oídos. Suerte que topamos con unos compañeros de viaje exquisitos, dos amigas, Marta y Antonia, barcelonesa y malagueña, y una pareja, Toni y Cris, barceloneses también. Pasamos la tarde noche con ellos y a las 9 nos fuimos a la cama. Pablo llevaba ya una hora en el cuarto, se encontraba mal y a mí me sucedió lo mismo antes de meterme a la cama. Fue una noche horrible, sin dormir por culpa de algún alimento en malas condiciones que habríamos comido. Cada vez quedaba menos tiempo para que dieran las 4 de la mañana y nos despertáramos rumbo a un volcán que aparte de su atractivo visual, nos impresionaría por las condiciones de trabajo de sus mineros.


13/8/2012 Kawa Ijen, mineros, azufre y occidentales

Minas de azufre, Ijen
La noche había sido horrible para Pablo y para mí. No hizo falta que sonara el despertador para madrugar. A las 3.30 ya se escuchaban las voces y pasos de los primeros turistas que se dirigían al comedor para tomar el desayuno. El humo de las furgonetas se colaba por las rendijas de las claraboyas de nuestra habitación y nos avisaba de que pronto tomaríamos el camino hacia la cima del volcán Ijen, la aventura más excitante de todas y la que más respeto nos causaba en el viaje. Tanto Pablo como yo contábamos con una impresión previa del sitio al que nos dirigíamos. Jon Sisitiaga había retratado las minas de azufre de Ijen en uno de sus reportajes en Canal Plus. No obstante, a pesar de que la televisión nos transmite imágines únicas y nos puede transportar a cualquier sitio, no existe ningún invento que sea capaz de reunir todos los sentidos como cuando se presencia in situ.

Nuestro conductor nos dejó en la ladera de una montaña. Durante el camino, en el horizonte, observamos hileras de humo saliendo de detrás de una montaña. Habíamos dejado atrás unos 15 kilómetros de subida, una hora de coche y ante nosotros se presentaban el frío del amanecer y un sendero ligeramente inclinado que debía conducirnos hacia las imágenes que Sisitiaga nos había adelantado hacía meses. No podía quitarme de la cabeza las tomas de los mineros atrapados en la masa de humo, el periodista descendiendo a un cráter envenenado de azufre, un material que sirve como ingrediente de los utensilios más diversos, desde material farmacéutico, hasta una cerilla o fertilizante. Aquellos hombres se anudan un trapo al cuello, lo mojan en agua y con ello respiran, aplacando el daño que tragar aquello supone para la salud.

Al comenzar el camino nos encontramos con nuestros cuatro amigos españoles que habíamos conocido en la última tarde. A medida que caminábamos ladera arriba, el frío atenazador de la madrugada se neutralizaba con corrientes de aire caliente similares a las corrientes marinas en las orillas de las playas del Atlántico. Aquel aire, sin darnos miedo, nos provocaba respeto. En el suelo veíamos esparcida arena amarilla, pedazos de aquel mineral que se había convertido en una atracción turísticas. Decenas de occidentales subían aquel sendero, que se empinaba por momentos, para contemplar el sufrimiento de unos mineros trabajando en unas condiciones deplorables para ganar apenas 4 dólares al día en dos descensos a aquella mina traicionera que acortará sus vidas. Entre los mineros y los occidentales solo había una diferencia evolutiva. Ellos seguían sumidos en el arte de la artesanía, en la carpintería más rudimentaria o en la pesca como sustento vital. Aquellos mineros exprimían su cuerpo, con toda la grandeza que una constitución humana ofrece, para proveer a sus familias del dinero para comer y dormir caliente. Los occidentales simplemente les llevamos ventaja en el tiempo.

Un minero pesando su mercancía
Y a las 6.15 de la mañana nos cruzamos con el primero de los mineros. Como dispuso Woody Allen en la Rosa Púrpura del Cairo, cruzábamos la pantalla de televisión para convertirnos en protagonistas de aquel reportaje de Sistiaga. Él no estaba, pero sí sus protagonistas, sí el olor abrasador del azufre, sí aquellas espaldas bacheadas de unos hombres menudos, de tez negra y dientes saltones que bajaban aquella ladera con una técnica compartida que emite un sonido repetitivo, el del soniquete de un listón de madera de una flexibilidad inverosímil que sujeta en sus dos extremidades los cestones en los que se depositaban los 80 kilogramos de azufre. Sin embargo, su marcha se volvía cansina, pesada, equilibrada y constante, como la de una penitencia, cuando subían aquel cráter y se encaminaban al descenso de la montaña. Aquella subida a los labios del cráter, de quizá 800 metros de longitud, era un terreno de trampas, terraplenes y piedras que les llevaba algo más de 25 minutos. Tenían estudiado en qué piedra debían situar cada pie, en qué momento debían cambiar de hombro la carga y la técnica que debían emplear para mantenerse erguidos y evitar que aquel volumen de azufre los destruyera.

Observándolos, se agudizaba el contraste entre ellos y nosotros. Ellos, escalando aquellas rampas o descendiendo aquella ladera empinada con unos zapatos erosionados, con unas camisetas desvencijadas y sin más ayuda que su cuerpo; nosotros, turistas rubios con pantalones nuevos, zapatos con suela de relieve, bastones de esquí y gotas de sudor como moscas. Entonces pensabas si los dignos de piedad serían ellos o nosotros. Decenas de franceses, alemanes, italianos, españoles, holandeses nos habíamos despertado a la misma hora que los mineros, pero a diferencia de ellos, lo habíamos hecho después de dormir bajo unas mantas que nos habían mantenido calientes, después de habernos dado una ducha caliente y haber desayunado café y tostadas. Habíamos sido conducido hasta esas minas por un chófer y todos nos creíamos héroes por estar allí subiendo tres kilómetros de una ladera benévola en medio de la naturaleza, plantados en la boca de un volcán y tomándonos fotos con ellos como si fueran monos de feria. Ninguno de nosotros éramos capaces de sostener sobre nuestros hombros esos cestones cargados de azufre y, sin embargo, todos lo intentamos, sin técnica y vencidos por la obviedad, para captar la foto. Imaginen ser un minero de aquellos, terminando de ascender por aquel cráter y topándose día tras día con pandillas de carasblancas, gente que portan cámaras de foto, móviles que ni siquiera están a la venta en aquellos pueblos indonesios. Poniéndome en su pellejo, ¿no pensarían ellos que los desgraciados son los occidentales, gente asfixiada al subir una ladera, que no tolera el roce de la naturaleza? ¿No creen que ellos se llevarían las manos a la cabeza si nos acompañaran un solo día en cualquiera de las capitales occidentales, caminando en esas catacumbas del metro, subiendo hacia las oficinas en ascensores que huelen a chanel, absorbidos por el consumismo y enfrentándonos a los códigos de un ordenador que nos atrapa durante ocho, nueve, diez horas de día sentados en sillas cómodas que acaban curvándonos la espalda de la misma manera que aquellos listones de madera incrustados en sus hombros les dejan bolas de grasa de por vida? Observándolo así, tampoco hay tanta diferencia entre ellos y nosotros, salvo la evolución en el tiempo y el formato de vida. Sin embargo, aquellas imágenes de los mineros portando azufre nos reafirmaban, y diría también que nos reconfortaban de alguna manera.

Con la visita al volcán de Ijen nos despedíamos de nuestro programa de actividades en Indonesia. Aquel día, junto con Toni y Cris, nuestros amigos catalanes, cruzamos el pequeño estrecho del Índico que separa la isla de Java con la de Bali en un ferry de aspecto deplorable, pero extremadamente barato, apenas 0,60 euros. A pesar de que la gasolina sea tres veces más barata aquí que en España, ¿cómo es posible que un trayecto similar en España, el que une Algeciras con Ceuta, pueda costar 80 euros?
Pablo y yo con Toni y Cris
Ya en Bali negociamos con una personal local para que nos condujera hasta el sur de la isla para disfrutar de una prórroga de un día en aquel paraíso. Entre los cuatro, apenas pagamos unos 10 euros cada uno por un viaje que duraba cuatro horas y media. También nos ofrecieron un precio inferior, pero al contrario que el vehículo que tomamos, el otro carecía de aire acondicionado. Como ven, hay opciones para todos. El autobús no costaba mucho más barato y además multiplicaba las horas de viaje por las innumerables paradas que hacía, según nos había advertido Sandra. Rematamos la noche repitiendo cena en Poppies, el mismo restaurante que elegimos para nuestra primera noche. Compartimos velada con Toni y Cris y nos despedimos de ellos tras un excitante día juntos. No pudimos si quiera tomarnos una copa juntos. El agotamiento nos había anulado, necesitábamos dormir y asimilar en la inconsciencia unos días que quedarían petrificados en la memoria.


14/8/2012 Un día de regalo en Bali y de madrugada, vuelta a China

Estamos en Kuta. Desde el hotel en el que nos hospedamos se escucha una novela narrada, con cantos y un idioma que se hace pesado. Hemos terminado cansados de los sermones coránicos de Java y ahora aquí nos persigue también un megáfono que transmite desde la azotea de algún edificio que no vemos. Pablo y yo agotamos las horas de este día en la playa, salimos de compra por la zona comercial de Kuta. Es una cuenta atrás. Nueve días fuera de casa nos habían servido para desintoxicarnos del efervescente día a día en China, apasionante y a la vez sofocante, ya que las fichas del puzzle de la cultura china no encajan muchas veces con las nuestras y el embrague chirría al cambiar de marcha. Aterrizábamos en Hong Kong en hora a las 6 de la mañana. Volvíamos al hemisferio norte, y nos dirigíamos en autobús a Guangzhou. Detrás dejábamos los arrozales, la pintura de Adam Smith o el roce de la arena en los pies. Aquellas carreteras angostas de Bali habían cambiado por otras mastodónticas e inanimadas que nos revelaban el regreso a la rutina de China, un país confuso entre la incompatibilidad de la tradición y la ferocidad de un desarrollo que comba el tiempo hasta dejarlo sin horma. En nuestras maletas portábamos recuerdos de aquel viaje y en Bali habíamos dejado una parte de nuestra alma para siempre, como una semilla a la que veremos crecida si regresamos.