sábado, 25 de agosto de 2012

Bali, una sonrisa tropical (II)


8/8/2012 Despedida de Seminyak y llegada a Ubud
Baruna significa en balinés Dios del mar. La religión hindú se refleja en cada una de las estrechas carreteras de Bali, adornadas en sus márgenes con casas sencillas de arquitectura hindú que se conservan en perfectas condiciones. Cada una de ellas lleva aparejada un templo de mayor o menor envergadura, según la casta familiar, en la que se conservan los cuerpos o cremaciones de los antepasados. Si miras al cielo de Bali verás decenas de cometas que se suceden en el horizonte y que brotan de cada uno de los hogares en honor a los dioses.

Abandonamos nuestro primer asentamiento en Seminyak para penetrar en la selva tropical. Conforme el coche avanza, nos vamos alejando de las playas turísticas y los rostros occidentales se esfuman de un paisaje que nos muestra por primera vez las entrañas del trópico. Es una estampa que jamás habíamos contemplado: árboles de mango, papaya, cacao, café, palmeras, bambú y terrazas de arroz que exprimen nuestros sentidos hasta que estallan como palomitas de maíz. En la calzada, junto con los coches, se mezclan motoristas, mujeres que transportan frutas o mercancía sobre cántaros o bandejas que colocan sobre sus cabezas y niños que abandonan su colegio en bicicleta y que forman una armoniosa fila india en el diminuto arcén de la carretera. Niñas con trenzas y mochilas en las que contienen material escolar clásico, estampas propias del Nueva Orleans de tiempos pretéritos.

Los tres miramos por la ventana mientras nuestro guía-conductor maneja el coche con tanta soltura como el castellano. Muke lleva años trabajando de guía para españoles en Bali. Nos cobra 45 euros al día, más barato que otros guías que nos pedían 55 euros por jornada. Tiene una furgoneta sencilla, una Suzuki que día tras día hace rechinar su chasis por unas carreteras bacheadas, angostas y de vez en cuando, pedregosas y parcheadas.

Al fondo, templo de Tanah Lot.
De camino a Ubud, nos dirigimos primero al norte de la costa, donde se encuentra el templo de Tanah Lot, construído en plena playa, entre acantilados, y al que solo se puede acceder cuando la marea no es tan alta que te cubre hasta la cintura. Aun así, tuvimos que remangarnos los pantalones y recibir la mano amiga de los cuidadores del templo, mucho más diestros que nosotros en estas lides.

Seguimos nuestro camino a Ubud y paramos en una especie de estación de servicio. Una pequeña tasca en cuyo umbral encontramos una estantería que ordena botellas de litro de gasolina -a 0,45 céntimos de euro- para proveer a los coches y motocicletas. Teníamos hambre y pedimos a Muke hacer un descanso entre los pueblos de Penebel y Marga para comer. Son típicos de Bali los frutos secos. Estas tascas venden tapioca, hojas de gamba, tortas de harina de arroz... Se preparan en unos plastiquitos rudimentarios por los que ni nos molestamos en preguntar su precio y que resultaron ser muy baratos como pensábamos. Al contrario que estas pequeñas exquisiteces, la comida fue un desastre. Encontramos pelos y muchas hormigas pegadas a los granos de arroz y los cuadrados de tofu. Opté por no comer, aunque mis compañeros de viaje, Pablo y Javi se liaron la manta a la cabeza y se lo terminaron sin consecuencias digestivas al día siguiente. Yo me negué a probar las hormigas fritas.

Estación de servicio balinesa, con las botellas
de gasolina a la derecha
Después de visitar un parque de monos y murciélagos, grandes como una pierna, nos detuvimos en los arrozales de Jatiluwih, probablemente, un paisaje que la mirada es incapaz de captar, no hay gustos suficientes como para saborear tanta belleza. El verde reblandecía en el horizonte como una manta de césped que se desparramaba por las paredes de las terrazas de arroz. Nos sentamos en otra taberna, esta de mejor aspecto. Vimos comer a Muke un Nasi Goren de una pinta estupenda y decidimos probarlo por solo 1,4 euros: huevo, arroz frito, pepino y hojas de gamba. Además, nos sirvieron tres tés por tan solo 0,9 euros más. Allí nos relajamos y disfrutamos del paisaje.

El arroz es el alimento más consumido en Asia. Se dan las condiciones perfectas para su cultivo, lluvias constantes. Si el terreno de cultivo no es llano, en las laderas de las colinas se disponen terrazas sobre las que se plantan las semillas. Cada cuatro meses, el grano germina de unas plantas que han crecido medio metro de altura. Son las mujeres las que cortan el tallo y lo sacuden contra el suelo para obtener el grano. Hay distintos tipos de arroces, negros, amarillos, rojos y que aportan calidades distintas a este aimento. Cada cuatro años el suelo necesita descanso y se deja en barbecho para que recupere su fertilidad.

Arrozales de Jatiluwith.
Pasadas las seis de la tarde llegamos por fin a Ubud, y nos instalamos a dos kilómetros del centro, en una villa pacífica que da la sensación de estar deshabitada. Apenas hay seis o siete chalés. Desde la terraza del cuarto de Javi y Pablo la vista se funde con el horizonte: vegetación, árboles tropicales y un cielo azul que va oscureciéndose y que no habíamos visto en cinco meses de ceguera en China, con cielos grises la mayor parte del año, que solo dejan espacio a un pálido azul algunos días salteados de verano. Después de la ducha, a un par de minutos andando de la villa, comimos en el restaurante Nuri´s las mejores costillas a la parrilla que recordábamos, acompañadas con un zumo de plátano y otro de papaya. Por fin la carne dominando un plato, por fin la fruta revitalizadora. Todo por 12 euros. También se lo debemos a la Lonely Planet. Bali había cambiado su vestido, de la estridencia del turismo a la armonía de la tradición.



9/8/2012 Primer día en Ubud: nos atrapa la frondosidad de su cultura
Llegamos a 'La Danza de Barong y Kris con 10 minutos de retraso'. Eran las 9 y 10 pasadas de la mañana. Accedimos a un graderío con un aforo a la mitad. El público lo formaban extranjeros ávidos de tomar fotos, de rellenar la tarjeta de memoria compulsivamente, con imágenes que, por lo manoseado del lugar, bien podrían encontrar en internet; occidentales estresados en su desestrés de las vacaciones, engañados en su propio desengaño; una lucha de días desatada por la gula de sacar fotos, desentendiéndose del momento y su entorno; una autodefensa que les lleva a  sentir que amortizan cada céntimo invertido en este viaje y que les convierte en presos de la planificación de unas agencias de viajes que se aprovechan de la voracidad impulsiva del turista ofreciéndoles chuletones de carne que al final resultan ser de plástico.

Aquella danza nos costó 10 euros. Como esos turistas narcotizados, también pasamos por el aro y sin complicarnos la vida, asistimos a una representación de teatro tradicional balinés edulcorada. Los personajes bailaban e interpretaban al son de unos instrumentos locales que emitían sonidos más o menos estridentes según el episodio representado. Lo que vimos al fin y al cabo era, más que un teatro, una copia de las representaciones teatrales de épocas ancestrales. Más interesante fue luego la explicación de nuestro guía sobre la cosecha de arroz en un cultivo situado justo a la espalda de aquel teatro. El mismo guía que nos había recomendado la danza del Barong y Kris ahora nos entregaba una clase maestra de biología agrícola gratis.

Durante el viaje y aprovechando las horas de coche muertas que servían para trasladarnos de un templo a otro, Muke nos ilustraba con datos que nos ayudaban a componer el puzzle de una Indonesia de la que antes de aterrizar sabíamos poco más que su nombre. Nos explicó la idiosincrasia del pueblo balinés, los ritos espirituales hindúes o los rasgos culturales de su pueblo. Los niños en la escuela aprendían bahasa, balinés e inglés; la lengua indonesia, la local y la internacional.

También nos contaba que a día de hoy las castas siguen imponiendo jerarquías dentro de la misma sociedad, por lo que según a qué casta pertenecieran, hablarían el balinés de una forma u otra, los santuarios donde enterrarían a los muertos serían más o menos grandes, o el tiempo de espera para cremar a un fallecido, menor o mayor, dependiendo en buena parte de los ahorros acumulados para ofrecer al fiambre una ceremonia lo más digna posible.

Ritos que hacen los balinese delante de cada
establecimiento, casa, templo...
Para otros asuntos, las castas o privilegios sociales se igualan. Por eso, en el umbral de cada lugar hecho para el humano, sea un templo, una casa, una tienda o un restaurante, se coloca un recipiente cuadrado del tamaño de la palma de una mano hecho de hojas de plátano al que se le añaden elementos que se ofrecen a los dioses, como comida, flores, incienso, monedas...

Volcán de Batur, en cuya ladera se aprecia el terreno quemado por la lava.
La carretera siempre comunica un poblado con otro y apenas hay zonas sin vida humana. Siempre se avista un pequeño poblado que recibe al viajero. El balinés vive principalmente de la agricultura y la artesanía. Hay poblados que se dividen en barrios según la modalidad artesanal en la que se han especializado. Por eso, encontramos la zona de la piedra, con esculturas de piedra tallada; el de la madera, con hermosas figuras o muebles hechos de una madera de una apariencia noble; o el de las esculturas de cemento. Todos estos comerciantes son mayoristas que esperan grandes pedidos para vender al exterior. La mano de obra indonesia se ha posicionado como una de las más baratas en Asia y disponen de abundante materia prima, en su mayoría de calidad, que dejan al turista con la duda de si confirmar o no un pedido.

En uno de esos paseos en coche, apreciando la vegetación, Muke nos contaba que el precio del terreno en Bali había aumentado mucho en los últimos 20 años, desde que el extranjero descubrió la isla. Ahora 1000 metros cuadrados se pagarían a 100.000 euros, una cantidad muy similar a la de zonas de prestigio en España. Montar un hotel ya no es cosa de jóvenes aventureros, sino de ricos chiflados que buscan un retiro, bien al abrigo del aroma lujurioso que desprende esta isla, según en qué sitios, bien al abrigo del eterno descanso, según en qué otros.


Chekin, los arrozales más fotografiados de Bali.
Cerca de uno de esos barrios artesanales, se descubrían al turista los arrozales más fotografiados de Bali. Habíamos llegado a Chekin. Nos detuvimos y una niña de apenas 9 años nos perturbó pidiéndonos 20.000 rupias a cambio de un puñado de postales a las 11.45 de una soleada mañana. "¿No deberías estar en el colegio?", le preguntamos. Ella nos respondió en un inglés que sonaba bastante bien que ya había terminado las clases aquel día -en realidad no le faltaba razón, porque las escuelas cierran a mediodía, ya que sus horarios van acompasados con la luz del sol: amanece a las 5 de la mañana y anochece a las 18.30, por lo que a las 9 están en la cama-. Pero a juzgar por su aspecto churretoso y la ya perdida inocencia de unos ojos que llevan rastreando en los corazones de los turistas el mal de conciencia occidental que les permita obtener unos céntimos de euro, diría que esta niña nos mentía. "El dinero es para pagarme los libros del colegio". Le dije que me engañaba, pero me resultó tan simpática que le pedí que nos sacara unas fotos y le seguí dando conversación. Ya sabía yo que le daría unas 2.000 rupias en compensación a su simpatía. Cuando se las entregué me explicó que las postales costaban 20.000. Yo solo quería agradecerle su amabilidad por el tiempo que nos había prestado. Ella se esfumó y volvió a su posición, al frente de los arrozales, allí donde los turistas voraces acuden con diferentes rostros y mismas actitudes a pulsar el gatillo de sus cámaras con fotos que en su mayoría se acumularán en las alacenas del ordenador. Nosotros emprendimos el camino hacia la montaña.

La comida la cubrimos con 50.000 rupias, algo menos de cinco euros, con vistas al volcán de Batur, cuya lava ha pelado una de las laderas de su efigie. De ahí viajamos hasta el Templo Madre, seguramente el más grande de todos los templos de Bali, y ya de vuelta en Ubud cenamos bastante caro, por unos 20 euros en Bebek Bengil, un restaurante muy lujoso que competía en decoración con otros muchos de la zona. El pato frito, su especialidad, resultó ser menos especial de lo que se suponía. Mientras comíamos nos sacudió un terremoto de 5,2 grados. Solo lo sentí yo, pero pensé que alguien había movido la mesa y que serían cosas mías. Apenas se notó, pero al día siguiente todos menos nosotros lo comentaban. Nuestro primer paso por la noche de Ubud fue infructuoso. Un baylies de 6 euros que nos llevó directamente a la cama en un pueblo que se prestaba más a la tarde que a la noche. El turismo de Ubud era claramente más cultural que el de Seminyak y Kuta. Y nuestra Villa encajaba totalmente en ese entorno: callada y rodeada de vida, no precisamente humana.


10/9/2012 Nos despedimos de Ubud amortizando al máximo sus encantos
Hoy es el día de la cremación de los muertos. Hay ceremonias por todos sitios. Los balineses caminan en grupos formados por centenares de personas hacia cualquiera de las decenas de templos repartidos en la isla. Las mujeres portan sobre sus cabezas las ofrendas y los hombres caminan junto a ellas. El tráfico se colapsa por momentos y Muke tiene que tomar rutas alternativas para alcanzar lo antes posible los distintos destinos que nos hemos marcado esta jornada.

Templo del manantial, donde se ve al fondo personas purificándose.
La tradición manda quemar los sarcófagos de los muertos junto a sus pertenencias. Posteriormente los restos los riegan con agua para distinguir qué cenizas pertenecen al cuerpo de la persona. Este rito bebe de la creencia en la reencarnación. Mediante esta práctica se libera el alma del muerto para que pueda reencarnarse en otro cuerpo, bien sea una planta, un animal o una persona. En la creencia hindú, cada cuerpo reúne los cinco elementos de la vida: el fuego, la tierra, el aire, la eternidad y el agua. Quemando los cinco elementos, se consigue que los huesos regresen a la tierra; la sangre, al agua; la respiración, al aire; las uñas y el pelo, a la eternidad; y el calor, al fuego. Así los cinco elementos retornan al lugar de donde proceden y el alma puede por fin tomar otro cuerpo.

Muchos grupos se detienen frente a árboles majestuosos, de un diámetro de varios metros. De hecho, resulta difícil vislumbrar el tronco, escondido tras unas ramas que caen como tiras de cera fundida desde la copa del árbol y que le dan al árbol un aspecto añejo, de donde manan sabiduría y espiritualidad. Son los llamados árboles sagrados. Están prácticamente contados dentro de Bali y ocupan el primer lugar en la familia de los árboles y plantas. Los dioses arrancan estos árboles del paraíso y los regalan a los humanos. Los balineses disponen sus ofrendas al árbol sobre bandejas con distinta geometría. Las bandejas cuadradas representan a la luna; las redondas, al sol; y las triangulares, a las estrellas. Estos elementos unidos constituyen las fuentes de luz de la vida.

Inmersos entre las ceremonias, salimos del coche, nos atamos a la cintura el sarum y nos adentramos en el templo del manantial, que se distingue del resto por contener un estanque de agua al que acceden los feligreses para purificarse. Resultaría una falta de respeto desvestirse, y para conseguir la purificación se debe poner la cabeza debajo de alguno de los chorros de agua que descienden de las montañas. Es día de ofrendas y se sacrifican animales, como un pato y una gallina que portan unos religiosos con sus patas maniatadas. El acto resulta despreciable si no se atiene al contexto religioso y tradicional.

Un almuerzo de nasi goreng al lado de Muke antes de visitar
el pueblo de Pendipurak
Por la tarde, después de haber descendido al templo apodado 'de las escaleras' por su longitud, almorzamos nasi goreng enfrene del poblado de Pendipurak. Estamos en el área de Bangli y pasamos a una de las aldeas más fotografiadas. Los lugareños nos invitan a visitar sus casas. Vemos sus cocinas de barro tradicionales, sus animales, sus plantas y sus almacenes. A la salida, también muy amablemente, nos invitan a comprar alguna de las artesanías que confeccionan. Como no queremos nada, le damos algo de dinero y nos marchamos. Justo a la espalda de esta aldea comienza el bosque de bambú. Hemos parado antes en uno de ellos con el coche y la frondosidad de esta planta nos impide ver más allá de 20 metros. El tallo del bambú se usa en Asia como estructura para los andamios. Pero su tallo también puede servir de comida, si se extrae la carne que encierra su resistente cubierta de madera.
Disfrutando de nuestro café lemur... por cinco euros

En Bali existe un pequeño animal famoso por el café. Su nombre es lemur (luwak en balinés) y sus heces valen su peso en oro. La misión del lemur consiste en ingerir los granos de café que luego serán limpiados por los agricultores para proceder al tostado tradicional y a la posterior moledura. Nowvie, una joven balinesa que atendía a los clientes de una cafetería dispuesta en medio de la carretera y adornada con una huerta que contenía todas las plantas tropicales más representativas de la isla, como jengibre, vainilla o cacao, nos explicaba que el lemur otorga al café condiciones muy saludables para las personas y que además rebaja la cafeína en un 70%, multiplicando por diez el precio de un café normal.
Granos de café normal y granos de café lemur a la derecha. También se aprecia
algo de cacao a la derecha del todo.
Para que entiendan. Una taza de café lemur nos salió por 5 euros. Para rebajar el puyazo, nos sirvieron junto a nuestras tazas de café, distintos tipos de brebajes, tales, como cacao, vainilla, té, coco y distintos tipos de mezcolanzas.


Por la noche volvimos a la villa. El servicio de esta villa nos recordaba a alguaciles de diferentes escalafones. Está el que amablemente nos recibe con una sonrisa nerviosa y nos asciende a míster Luis, Pablo y Javier, y los de más baja categoría, que realizan las tareas más oscuras, apenas tienen derecho a hablarnos y reciben clandestinamente las reprimendas de su superior cuando los huéspedes descansan a pierna suelta en sus amplias habitaciones. Todo esto eran suposiciones nuestras, pero daban la sensación de que no descansaran, de provenir de una raza o una especie destinada a servir en aquella villa, sin más vida que la de preparar desayunos, sonreír al turista y cambiar las toallas de unas habitaciones enormes, huérfanas de decoración y utensilios.

Uno de los empleados de la villa corta la barba a un ya anciano
Adam Smith. Sobre la mesa, sus pinturas.
Uno de los chalés de esta villa está ocupado desde hace años por un viejo ciego cuyo pseudónimo artístico es Adam Smith. Alcanza ya la edad de los 96 años y detrás ha dejado una estela de vivencias imposible de narrar salvo en una biografía. Pregunto si sería posible hablar con él, pero el alguacil me responde con una sonrisa compasiva y un tono de siervo que me encrespaba: "Mr Smith is so old now, he is usually resting and can´t speak (el señor Smith está viejo ya, está cansado y no puede hablar)". Mirando en Wikipedia adivino que nuestro vecino llegó a Indonesia en la década de los 50 de la mano de los holandeses para cumplir con el servicio militar en una isla que todavía pertenecía a los holandeses. Luego fue arrestado por los japoneses y fue recluido en un campo de concentración hasta que consiguió librarse y regresar a esa isla que le cautivó y de la que manó su fuente de inspiración para construir una pinacoteca en la que retratar a las balinesas de una forma muy similar a la que encumbró a Gauguin en la Polinesia.

La última noche conocimos a Sandra, una superviviente española en Indonesia, país que le condujo a la paz tras años de estrés trabajando desde los despachos de Iberia. Diplomada en turismo vio en este país la oportunidad de llevar a cabo una vida más pacífica y silenciosa, en armonía con el mar y la tierra. Lleva cuatro años en Bali después de trotar por islas selváticas y tropicales; posee su propia agencia de viajes y se dedica prácticamente a satisfacer los deseos aventureros de los hispanohablantes. Entre otras actividades destaca el submarinismo. Forma parte de su vida repetir a los neófitos día tras día y semana tras semana los procedimientos para bucear correctamente, pero ya en el agua, ella se alimenta de su imaginación para saborear los paisajes marinos.

Sandra sentada en la moto por la que se mueve por Bali.
Nos saca de paseo por la noche de Bali, una noche silenciosa, vacía, con disposición por parte de los empresarios locales, pero pocas ganas por parte de los visitantes. "Aquí hay días que se te llena la ciudad por la noche y otros días que no hay nadie; no importa que sea sábado o lunes. El que decide cuándo salir es el turista", nos comentaba Sandra. Vasca de 38 años, conocía a todos los jefecillos de la noche ubutiana. Mafiosos a pequeña escala que con 27 años empiezan a cumplir el sueño de vivir de la noche y todas las moléculas contaminadas que rondan en rededor y que les muda el rostro convirtiéndolos en personas directamente sospechosas. Sandra nos presentó a varios de ellos. Mismo perro, distinto collar.

Uno de los personajes de aquella noche resultó ser un fotógrafo que nos aseguró trabajar en Bali para la agencia de fotografía más grande del mundo, Martí. Fuera o no verdad, se podría decir que su larga estancia en esta isla estaba acabando con su cordura entre copa y copa a juzgar por su manera de hablar y su desinhibida lengua. Si algo nos enseñó Martí es que para vivir en Ubud hay que cumplir un principio básico, no temer a la soledad.

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