No recuerdo cuándo fue la primera
vez que fui consciente de que había una ciudad lejana llamada Hong Kong, pero
sí recuerdo que la había imaginado muchas pequeñas veces y cada vez que
recorría sus calles percibía un estilo más fantástico y un paisaje más inédito
y planetario, más allá de cualquiera que hubiera en este mundo. El solo hecho
de su nombre adquiere de por sí un tamaño monstruoso, como el del gorila del
Empire. Pero Hong Kong, aunque tiene bastante de King Kong, es más humana de lo
que se pueda pensar, aunque sus particularidades la hacen única, tal y como la
había imaginado. Por eso, aunque suene a chiste, esta ciudad me recuerda en
cierto modo a Gibraltar o a las ciudades más importantes de Sudáfrica; por la
particularidad de que quienes viven en estas urbes no pertenecen a esa zona del
mundo naturalmente y sin embargo han enraizado como raras avis.
Porque cuando uno cruza la
frontera china y toma el primer metro en HK los rasgos chinos de sus habitantes
se suavizan perdiendo su tono afilado; sus ropas se vuelven más elegantes y
menos horteras; los modales vuelven y se respira un aire diferente que se llama
libertad. Aunque la textura del pelo sigue siendo la misma, la manera de
peinarlo es diferente y aunque sus ojos sean igual de rasgados, estos han visto
mucho más que los otros y los otros han padecido más que estos. Y a medida que
el tren se va adentrando en Kowloon el paisaje cambia, el tren se orea con
culturas entremezcladas y la población joven es un calco a la que se ve en NY,
mismo estilo, diferentes rasgos, misma apertura de mente. Por mucho que quieras
asimilarlo se cortocircuita la mente, siendo posible que a cientos de metros de
distancia se produzca un contraste tan marcado entre la cultura de uno y la de
otro. Es posible que antes de la frontera solucionar cualquier trámite sea una
odisea por las carencias idiomáticas y que al otro lado, esas mismas personas en
apariencia hayan cambiado para ser capaces de atender cualquier consulta en
inglés y ofrecer un servicio más amable. El sonido de los escupitajos se
termina en el momento que se descorren las persianas del capitalismo puro y la
fragancia del consumismo se esparce por sus calles aniquilando cualquier
resquicio de inocencia. En las mujeres de Hong Kong no se encuentra esa risa
atolondrada y nerviosa de las chicas chinas cuando un occidental las aborda. En
Hong Kong mandan ellas desde el momento en que eligen qué ropa vestir. Muchas
de ellas son inaccesibles por su belleza y por las barreras que imponen con su
atuendo, algunas ejecutivas, otras doblegadas a la moda. El arte y la cultura
tienen más presencia. Lo único que está prohibido en Hong Kong es prohibir. Hay
gordos ingleses y americanos repartidos por los principales barrios de la
ciudad y ser occidental aquí no marca diferencias. El turismo rebosa, hay
familias de españoles asentados hablando en castellano con niños que serán
trilingües desde pequeños.
Hong Kong está formado por un
reguero de 235 islas de diferentes tamaños, la mayoría de ellas despobladas, y
por una península que se une al continente chino. Pero su principal actividad
se concentra en la falda de una montaña con un frontal de rascacielos y
actividad agobiantes y una concentración de personas que hace insoportable
caminar.
Hong Kong tiene algo que hace que
cruzar la frontera de vuelta a China resulte como pasar de Ceuta a Marruecos,
que uno entiende que entra a un hábitat que no le pertenece.