Me pregunto cómo harían años atrás para sonreír aquellos
expatriados que buscaban fuera de casa herramientas para progresar en la vida,
bien por estudios, por trabajo e incluso por amor. Aquellos tiempos en los que
una carta devuelta o una llamada al teléfono fijo de una residencia marcaba un
hito dentro del mes. En aquellos tiempos el tiempo duraba el doble y los
expatriados estaban obligados a saltar vallas en una carrera de obstáculos que
acababan superando con los ojos cerrados. Sin ordenadores ni teléfonos móviles
la vida fluía más lenta. Antiguamente, conocer a un español marcaba un antes y
un después y ni siquiera cabía la posibilidad de prejuzgarlo o juzgarlo, sino
que los dos se beneficiaban de una historia mutua compartida al abrigo de un
país, un idioma y unas tradiciones que en la lejanía cobraban sentido. Ahora,
en cualquier país del mundo es posible contactar de antemano con españoles
afincados en ese país y eso facilita el proceso de despedida de tu casa, ya que
se supera una de las barreras más difíciles, la de la incertidumbre. Al menos
uno sabe que no estará solo y que podrá preguntar. Semana a semana uno va
enconándose en el país y termina por adaptarse. Empieza a frecuentar los mismos
restaurantes para comer, compra en el mismo supermercado e incluso consigue
hacer de su apariencia algo familiar en el barrio.
Pero aunque se entienda que esa persona ha superado la fase
más importante, la de la introducción, es entonces cuando la rutina florece y
con ella la añoranza de aquella que le perteneció ya en el pasado, semanas
atrás y que irremisiblemente se desvanece para formar otra rutina. Las
amistades, los amores pasados y la familia se posan en la corteza del cerebro y
parpadean cada vez que se mira por la ventana, se camina hacia el supermercado
o se cocina. Los momentos de silencio atraen un recuerdo al que hay que
sobreponerse transformando la rutina presente en una constante y haciendo de
ese barrio y de las personas que se conocen en el nuevo país una familia y unos
amigos que sustituyan las costumbres sobre las que se desanda paso a paso a diario.
Me refiero a aquellos momentos en los que la sonrisa penetrante
de una persona local supone un empujón para seguir caminando. Ir al extranjero
es una aventura extraordinaria, la oportunidad de satisfacer curiosidades a las
que jamás tendrías alcance desde tu país, pero es una tarea espinosa, en la que
uno se enfrenta a silencios que solo crujen al albor de la música, la escritura
o la lectura, que empatizan con el viajero para soldar aquellos sentimientos a
los que el ordenador o el móvil jamás tendrán acceso.